Dies Domini 12-10-2008

XXVIII Domingo del Tiempo ordinario

Evangelio

En aquel tiempo volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo, diciendo:
«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran: Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda.
Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos, y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis convidadlos a la boda.
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta, y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos».

Mateo 22, 1-14

A la medida de Dios

«Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» -escribe san Pablo en su Primera Carta a Timoteo-. Por eso, en su plan de salvación, Dios se acerca a todos los hombres de múltiples maneras, llegando hasta el corazón de cada hombre, si le abre una rendija de su alma. Toda la historia de la salvación es una historia de amor, por parte de Dios al hombre. Un amor no siempre correspondido, muchas veces rechazado, por parte del hombre hacia Dios. Pero, cuando es correspondido, es un amor que queda compensado con creces. Dios experimenta alegría y el hombre llega a su plenitud, a la santidad.
Dios ha preparado un banquete de bodas para todos y cada uno de los hombres que vienen a este mundo, un festín de manjares suculentos, de vinos de solera. Todos estamos invitados a ese banquete, en el cual se celebra la boda del hijo del rey. Jesucristo se sabe el hijo del rey, el que ha venido a desposarse con cada persona. Jesucristo tiene conciencia de que ha venido para unirse con cada hombre para saciar las ansias más profundas de amor de todo corazón humano. Todos estamos invitados a esa boda, pero no como simples comensales, sino para corresponder con un amor del mismo calibre, para unirnos a Jesucristo en una entrega total.
El hombre, en su frecuente negativa al amor ofrecido por Dios, encuentra fácilmente excusas para engañarse a sí mismo, como un niño que no quiere ir al colegio e inventa todo tipo de dificultades. Uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos… Pero el amor de Dios es más fuerte que todas las negativas de todos los hombres de todos los tiempos. Dios es obstinado en ofrecer a los hombres su amor, y en el drama redentor nos ha demostrado un amor lleno de misericordia, a la medida de Dios.
La sala del banquete se llenó de invitados. Con esto, parece que todo queda resuelto. Pero no, porque la respuesta no ha de ser puramente externa. Dios busca el corazón del hombre y no se contenta con las apariencias. Uno de los comensales no llevaba traje nupcial, es decir, entró en el banquete con una actitud impropia del amor que se le ofrecía. Se había sentado a la mesa de un amor que lo da todo, cerrando al mismo tiempo su corazón para no dejarse amar. Estamos ante el misterio de la condenación eterna, que consiste en el rechazo hasta el último momento del amor que Dios le ofrece. El que rechaza el amor se hace incapaz de amar. Y si lo rechaza hasta el final, se queda fuera del amor que le salva, en las tinieblas, atado de pies y manos. No es Dios el que condena, es el hombre el que se autoexcluye. Por eso, urge que, durante la etapa terrena, todo hombre abra alguna rendija de su alma a ese amor que le saciará plenamente.

+ Demetrio Fernández, Obispo de Tarazona

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