XVIII Domingo del Tiempo ordinario
Evangelio
En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaum en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» Jesús les contestó: «Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna; el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios».
Ellos le preguntaron: «¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?» Respondió Jesús: «Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado». Ellos le replicaron: «¿Y qué signo vemos que haces tú para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo». Jesús les replicó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero Pan del cielo. Porque el Pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».
Entonces, le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les contestó: «Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed». Juan 6,24-35
Comentario
Siempre me ha impresionado este discurso en la sinagoga de Cafarnaún. En mis viajes a Tierra Santa, siempre me conmueve este lugar teológico. Es como si Jesús se volviese loco, pero de amor, y de pronto estallase su Corazón, para revelarnos su secreto mejor guardado. Luego, en la Cruz, abrirá su Corazón para que no tengamos ninguna duda de que lo dicho aquí, en la sinagoga de Cafarnaún, junto al mar de Tiberíades, como una ola de amor, será después realidad ofrecida a través de su Corazón abierto, la fuente de la vida y del amor que es la Eucaristía.
Jesús remarca en este discurso, a través de san Juan, en primer lugar, que no fue Moisés el que nos dio el maná, sino que es mi Padre el que os da el verdadero Pan del cielo. En el fondo, Jesús pone la cosa en su sitio. Es el Padre el que nos ha dado a su Hijo: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo. En el fondo, ¿la Eucaristía no es la entrega de Jesús, Hijo del Padre, que se ha puesto, sin condiciones y por amor, en manos de los hombres y mujeres, sus hermanos? Es verdad que Jesús es el verdadero Pan de vida, el auténtico maná que, en el desierto de la vida, nos ha dado el Padre como sustento siempre vivo. Detrás de la entrega eucarística de Jesús, está la entrega del Padre. Es curioso que el Evangelio utiliza el verbo entregar para el Padre y para Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo»; y, en la Última Cena, Jesús dice: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo que se entrega». Por tanto, la entrega por amor, que es la clave de la Eucaristía, tiene detrás el amor del Padre, que nos ha dado el verdadero y auténtico maná que es Jesús y que sacia nuestra sed y hambre de amor.
Lo segundo que destaca san Juan es que la Eucaristía es para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. A veces pienso que nuestras parroquias, nuestras comunidades, nuestra gente, no tienen vida porque se han alejado vivencialmente de la Eucaristía. Volver a la misa cada domingo, adorar a Jesús en la Eucaristía, comulgar a Quien tiene abierto el Corazón, es vivir: Quien come de este Pan vivirá para siempre. «Sin Eucaristía no podemos vivir», decían los primeros cristianos. Recuerdo que, en Roma, en un Congreso sobre las vocaciones, los Superiores Generales constataron que seguirán existiendo vocaciones y respondiendo los jóvenes allí donde se viva la Eucaristía, celebrada, comulgada, adorada. Donde se siga exponiendo el Santísimo, celebrando la Eucaristía, como centro y cumbre de la vida cristiana, seguirá existiendo vida. ¿No nos suena esto a lo que dice Jesús en Cafarnaún: Para que tengan vida? ¿No será que languidecemos de vida porque hemos olvidado el discurso del Pan de vida? Volver a vivir la Eucaristía es volver a estrenar una vida vivida a tope.