Giovanni Palatucci, el policía católico que murió en Dachau tras haber salvado a miles de judíos

Arrestado por la Gestapo, fue deportado al campo de exterminio de Dachau, donde murió hostigado por las torturas. Su causa de beatificación está abierta desde hace unos años.
“Funcionario de policía, responsable de la comisaría de Fiume, se prodigó en ayudas a miles de judíos y de ciudadanos, cuyo arresto y deportación logró impedir. Fiel al compromiso adquirido y consciente de los graves riesgos personales que asumía, continuó, pese a la ocupación alemana y las apremiantes incursiones de los partisanos eslavos, desempeñando sus funciones de policía, de patriota y de cristiano, hasta que fue arrestado por la Gestapo y fue deportado a un campo de exterminio”. Así reza la exposición de motivos que llevaron en 1995 al Gobierno italiano a conceder la Medalla de Oro al Mérito Civil al Siervo de Dios Giovanni Palatucci, 50 años después de su muerte. Pero en este caso se aplica perfectamente la máxima “nunca es tarde si la dicha es buena”: no en vano, en la trayectoria de Palatucci se condensan en perfecta armonía la fe, el sentido del honor, el del deber y la constante preocupación por hacer el bien desde la ética del servidor público. Respeto a la autoridad y al orden, pero en los momentos decisivos hacer lo que dicte la conciencia.
Un “castigo” providencial
Asimismo, la historia de Palatucci “también es importante para el diálogo entre cristianos y judíos porque demuestra cómo el amor cristiano supera cualquier diferencia y une más allá de las diferencias de raza y de religión”, asegura a ALBA su biógrafo, el padre Piersandro Vanzan SJ.
Giovanni Palatucci nació el 31 de mayo de 1909 en Montella, una pequeña localidad cercana a Nápoles, en el seno de una familia de firmes convicciones católicas. Su abuela era terciaria franciscana y tres tíos carnales suyos tomaron los hábitos en la orden fundada por San Francisco.
Tras cursar brillantemente estudios de Derecho, llega lo que podríamos llamar su primera “rebeldía”: en contra de la voluntad de su padre -al que le hubiera gustado verle de abogado- ingresa en la Policía. Su primer destino fue como comisario adjunto en Génova, una ciudad en la que permaneció apenas trece meses. ¿El motivo? Una entrevista concedida a un periódico local en la que criticaba el exceso de burocracia en la Policía, “en vez de mandarnos con la gente”. Esta segunda demostración de rebeldía iba a tener consecuencias decisivas en la vida de Palatucci.
Fue castigado con un traslado al Departamento de Extranjeros de la comisaría de Fiume, entonces italiana y hoy croata. Lo que parecía una ocupación anodina iba a a dar un giro radical y definitivo a su vida. Pocos meses después de su llegada, Benito Mussolini promovió las conocidas como “leyes raciales”, que reservaban a los judíos italianos el mismo trasto discriminatorio y vejatorio que a los alemanes. Se aproximaba la Segunda Guerra Mundial y el Duce intensificaba su acercamiento a Adolf Hitler. Un viraje curioso, pues los judíos habían gozado hasta ese momento de una gran tolerancia.
Escribe Vanzan: “Y hete que el ‘castigo humano’ se convierte en la ‘vía providencial’ del Omnipotente para dar a Giovanni la ‘oportunidad única’ de hacer tanto bien y salvar tantas vidas humanas”. Añade el biógrafo que la epopeya ‘palatucciana’ no hubiera sido posible sin el concurso de sus subordinados, “un equipo formado por policías jóvenes y sencillos, pero valientes y confiados, además de estar perfectamente compenetrados con su jefe.” Fue así como Palatucci y los suyos lograron salvar a miles de víctimas gracias a “intervenciones rocambolescas y con la ayuda de una eficaz red de solidaridad”.
En una zona fronteriza con la Yugoslavia ocupada por los nazis y por lo tanto receptora de perseguidos, Palatucci y los suyos salvaron vidas creando pasaportes falsos para enviar a las víctimas hacia Suiza o Israel. Les escondían en conventos o en casas de familias de fiar, les mandaban a los campos de refugiados italianos y muchas más estratagemas. Incluso llegó a colocar a algunos en la diócesis de Salerno, en la otra punta de Italia, ya que el obispo era un tío carnal suyo. Semejante osadía en una institución tan rígida como suelen ser los cuerpos policiales se explica por su fe. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, decía.
El tren de la muerte
La cuenta atrás para el martirio de Giovanni Palatucci se inició a raíz del armisticio que Italia- con Mussolini derrocado- firmó con los aliados en septiembre de 1943. La consecuencia fue la invasión de Italia por lasa tropas alemanas, que afectó especialmente a la zona donde operaba Palatucci. En este escenario, Palatucci ordenó la destrucción de toda la documentación de su departamento relativa a los judíos y pidió al Registro Civil que no emitiera documento alguno sobre los judíos sin avisarle antes. La táctica resultó eficaz, pues entre enero y julio de 1944 Palatucci y sus policías lograron salvar a un millar de judíos.
Sin embargo, la Gestapo destapó el sistema y el 13 de septiembre de ese mismo año, Palatucci fue arrestado. Primero fue internado en Trieste y, más adelante, deportado al campo de exterminio de Dachau. Cuando ya estaba en el tren de la muerte, uno de sus hombres, Pietro Capozzo, enterado de la suerte de su jefe, corrió a la estación, se puso delante del vagón y empezó a hablar en voz alta con la esperanza de que Palatucci lo reconociera. Poco después, cayó una nota de la ventanilla firmada por Palatucci. Se podía leer: “Capuozzo, da gusto al chico que esto escribe y avisa a su madre de que está a punto de irse a Alemania. Adiós”. Pensando en los demás, incluso en los momentos más trágicos.
Hostigado por las torturas en el campo, el 10 de febrero de 1945 Giovanni Palatucci entregaba su alma a Dios.
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