Evangelio
En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y como con ellos». Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos: el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Y nadie le daba de comer. Recapacitando, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Y dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver y acercarse a la casa, se indignó y se negaba a entrar. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado».
Lucas 15, 1-3. 11-32
Comentario
Avanzando por este itinerario de conversión que nos plantea la Cuaresma, llegamos, inevitablemente, a encontrarnos con nuestro verdadero yo, con esa realidad íntima, que ocultamos a todo el mundo, pero que no podemos hacerlo ante Dios, porque nos conoce tal como somos. A estas alturas, si vivimos con seriedad la Cuaresma, estaremos en el momento de la sinceridad y de la decisión, el momento del ¡Me levantaré, iré y le diré…!, porque la imagen que ves de ti mismo no te gusta, ya que le diste cabida al pecado, es decir, a todo lo que no es Dios, y has seguido caminando, como si no pasara nada, comprobado que los placeres pasan, que queda el pecado, y detrás del deleite, viene la cadena. «¡Cuán ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado!», decía el santo Cura de Ars. La advertencia está hecha: ese hijo pródigo de la parábola puedes ser tú mismo y sería bueno que terminaras la historia yendo al Padre.
Jesús nos llama la atención, en este Evangelio, del proceso de conversión, de penitencia y del Padre misericordioso, y advierte acerca de la fascinación de una libertad ilusoria, del abandono de la casa paterna; de la miseria extrema en que el hijo se encuentra, tras haber dilapidado su fortuna… Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia, de una manera tan llena de humildad y de belleza.
Ahora tocaría animar a no abandonar, a seguir adelante en este proceso tan delicado y tan esencial y, como Pedro, mirar a los ojos a Nuestro Señor, para tener el beneficio de su mirada que no abruma, que no condena y no humilla. La mirada de Jesús rehabilita y reconcilia. Dios es así, Dios actúa así, como se transparenta en el mensaje de Jesús hacia los pecadores.
En este Evangelio se reciben dos lecciones: la recuperación del hijo pródigo y la del hermano mayor; pero también el mensaje del Padre que sale al encuentro y prepara una fiesta llena de alegría. La alegría del encuentro es lo que propicia la conversión del corazón: Zaqueo le dijo al Señor: «Mira, Señor, donaré a los pobres la mitad de mis bienes, y si he hecho mal a alguien, le recompensaré con cuatro veces más». Jesús le respondió:«Hoy, la salvación ha llegado para esta casa. En efecto, el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Dios os bendiga.
+ José Manuel Lorca Planes
obispo de Cartagena
y A.A. de Teruel y Albarracín
«Un hombre tenía dos hijos: el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Y nadie le daba de comer. Recapacitando, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Y dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver y acercarse a la casa, se indignó y se negaba a entrar. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado».
Lucas 15, 1-3. 11-32
Comentario
Avanzando por este itinerario de conversión que nos plantea la Cuaresma, llegamos, inevitablemente, a encontrarnos con nuestro verdadero yo, con esa realidad íntima, que ocultamos a todo el mundo, pero que no podemos hacerlo ante Dios, porque nos conoce tal como somos. A estas alturas, si vivimos con seriedad la Cuaresma, estaremos en el momento de la sinceridad y de la decisión, el momento del ¡Me levantaré, iré y le diré…!, porque la imagen que ves de ti mismo no te gusta, ya que le diste cabida al pecado, es decir, a todo lo que no es Dios, y has seguido caminando, como si no pasara nada, comprobado que los placeres pasan, que queda el pecado, y detrás del deleite, viene la cadena. «¡Cuán ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado!», decía el santo Cura de Ars. La advertencia está hecha: ese hijo pródigo de la parábola puedes ser tú mismo y sería bueno que terminaras la historia yendo al Padre.
Jesús nos llama la atención, en este Evangelio, del proceso de conversión, de penitencia y del Padre misericordioso, y advierte acerca de la fascinación de una libertad ilusoria, del abandono de la casa paterna; de la miseria extrema en que el hijo se encuentra, tras haber dilapidado su fortuna… Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia, de una manera tan llena de humildad y de belleza.
Ahora tocaría animar a no abandonar, a seguir adelante en este proceso tan delicado y tan esencial y, como Pedro, mirar a los ojos a Nuestro Señor, para tener el beneficio de su mirada que no abruma, que no condena y no humilla. La mirada de Jesús rehabilita y reconcilia. Dios es así, Dios actúa así, como se transparenta en el mensaje de Jesús hacia los pecadores.
En este Evangelio se reciben dos lecciones: la recuperación del hijo pródigo y la del hermano mayor; pero también el mensaje del Padre que sale al encuentro y prepara una fiesta llena de alegría. La alegría del encuentro es lo que propicia la conversión del corazón: Zaqueo le dijo al Señor: «Mira, Señor, donaré a los pobres la mitad de mis bienes, y si he hecho mal a alguien, le recompensaré con cuatro veces más». Jesús le respondió:«Hoy, la salvación ha llegado para esta casa. En efecto, el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Dios os bendiga.
+ José Manuel Lorca Planes
obispo de Cartagena
y A.A. de Teruel y Albarracín
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