La tauromaquia

Juan Belmonte (1892-1962), matador de toros español cuya personalidad y concepción de las suertes de capa y muleta inauguran el toreo moderno.


Nacido en Sevilla 14 de abril de 1892, vistió por primera vez de luces en la plaza portuguesa de Elvas, a los 17 años. Se presentó como novillero en Madrid el 26 de marzo de 1913, y el 16 de octubre de ese mismo año tomó la alternativa de manos de Rafael González Machaquito—quien ese mismo día se retiraría de los ruedos—, actuando como testigo Rafael el Gallo.

Juan Belmonte fue un hombre inquieto, gran lector y autodidacta, manteniendo buena amistas con muchos intelectuales de su época.

Toma la alternativa de manos de Machaquito (que se retiró de los toros en esta corrida) y Rafael “el Gallo” como testigo, el 16 de octubre de 1913 en la Plaza de Madrid; pese al cartel, la corrida fue un auténtico desastre por culpa de los toros de Bañuelos. Hasta la temporada de 1935 en la que se retiró, Belmonte llenó con su presencia la mejor época del toreo de todos los tiempos, en competencia con Joselito hasta 1920. Sus tardes de gloria fueron incontables, pero puede destacar la del 21 de abril de 1914, en la que por primera vez se enfrentó con Joselito a una miurada, triunfando de forma tan arrolladora que fue llevado a hombros hasta su casa, teniendo que saludar a la afición varias veces desde el balcón. La escena se repitió el 2 de mayo siguiente, o en la muy celebrada corrida de la Beneficencia de 1915 con toros de Murube, en México y en todas partes.

“Los centenares de cogidas que sufrió en estos primeros años —se lee en Los toros de Jose María Cossío— le rodeaban de una leyenda extrataurina que cuajó en el entusiasmo de algunos hombres de letras y artes, que le convirtieron en su ídolo, y plasmaron como aureola toda una teoría patético-estética que nada tenía que ver con el arte del toreo, auténtica profesión del diestro, pero que contribuía a difundir la popularidad de Belmonte en ambientes alejados de los cosos taurinos. La frase que Don Ramón del Valle-Inclán solía repetir al diestro: “No te falta más que morir en la plaza”, es un certero resumen de los que estos artistas pensaban y sentían sobre el toreo de Belmonte.

Juan Belmonte es el padre del toreo tal como se lo conoce hoy en día.

La aparición de Juan Belmonte en los ruedos produjo estupor y en todos los ámbitos circuló la famosa frase de Rafael Guerra ‘Guerrita’ que decía: “Así no se puede torear, el que quiera verlo que se dé prisa, porque ese durará un suspiro”.
Toreaba de un modo desconocido y rompió el axioma de “o te quitas tú, o te quita el toro”.

El puso en práctica los tres tiempos de la lidia: parar, templar y mandar, a lo que más tarde agregó cargar la suerte. Toreó más cerca del toro que nadie y ninguno ha realizado como él la serie de verónicas o el pase natural.

Desde que el 2 de mayo de 1914 coincidiera por primera vez en el cartel junto a José Gómez Ortega Joselito, hermano menor de el Gallo, la competencia entre los dos toreros fue inmediata y fecunda para la fiesta, contraponiéndose el estilo antiguo, de pies y de dominio de Joselito, al innovador, circular, trágico y profundo de Juan Belmonte. La temporada de 1915 rivalizaron cuatro veces, en Sevilla y Madrid, en sendos mano a mano, y otra más en Málaga.

La temporada de 1917 fue quizás la más gloriosa de su carrera, tanto que se bautizó como el año de Belmonte.

La muerte de José Gómez Ortega en 1920, dejó solo a Juan en la cumbre del mundo taurino, un golpe del que no se repondría nunca, por más que depurase todavía más su forma de torear. Se retiró definitivamente, y de forma premonitoria, poco antes del inicio de la Guerra Civil. Al cabo de 25 años, se dice que de penas de amor, el 8 de abril de 1962 se quitó la vida en su finca de Utrera.

El toreo de Belmonte, que supuso una completa revolución en las reglas del arte, fue evolucionando con los años desde una colocación frente al toro entre los cuernos, citando con la panza de la muleta a pitón contrario en terrenos que ningún torero había pisado nunca, hacia un toreo más clásico y hondo al final de su carrera; en todo caso genial de concepción y embriagador. Frente al inmenso valor y al revolucionario acoplamiento total con los toros de Belmonte, su rival Joselito esgrimía la perfección del toreo clásico, del que fue el máximo exponente, y el dominio de la técnica de todas las suertes. Joselito era la elegancia corporal, Belmonte, con su contrahecho cuerpo, era la inspiración y la genialidad de la danza.

En la historia de la lidia hay dos grupos de toreros: uno lo constituye Juan Belmonte; en el otro se agrupan todos los demás. Ninguno en la historia de la Fiesta la ha cambiado tan de raíz. Los toreros de hoy y hasta los toros son lo que son por lo que fue Belmonte. Tanto viene de tan poco.

Desde 1914 España se divide entre gallistas y belmontistas. Se ha llegado a decir que la división entre aliadófilos y germanófilos no fue sino una politización innecesaria de la pugna sustancial entre los de José y Juan. Con ambos llega un nuevo concepto de la tauromaquia, la creación de grandes plazas -como la Monumental de Las Ventas, impulsada por Joselito- y el acercamiento de los intelectuales a la Fiesta, mérito de Belmonte, que desde novillero se aficionó al trato de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Romero de Torres y otros artistas taurófilos. Es famoso el diálogo con Valle:

– Ahora, Juan, ya sólo te queda morir en la plaza.

– Se hará lo que se pueda, don Ramón, se hará lo que se pueda.

A veces, Belmonte se quedaba a dormir en el estudio de Solana o de Vázquez Díaz, a sus anchas entre libros y cuadros. Y no era una pose. Cuenta Josefina Carabias que Paco Madrid, compañero de las primeras capeas, le aseguró que junto a la espuerta con el utillaje taurino llevaba siempre otra llena de libros: «Un torero más leído y más bañado no lo ha habido ni lo habrá jamás». Con el dinero y la gloria llegaron los contratos para América, llenos de aventuras increíbles en el México de la revolución o en la Lima encantadora y colonial, que le recordaba a Sevilla y en la que encontró esposa, aunque muy flaca para los gustos de entonces. ¿Cogidas? Todas. Pero la peor fue la de Joselito. Habían llegado José y Juan a ser grandes amigos. Del mismo modo que José acabó toreando en los terrenos de Juan, y Juan aprendiendo la técnica de José, aunque con limitaciones físicas, sus dos personalidades se fueron hermanando. Viajaban juntos en el tren y se cambiaban de vagón al llegar a las estaciones, para no defraudar. Joselito, que lo tenía todo, era muy desgraciado en amores. El día antes de su muerte, torearon en Madrid y Gallito le dijo a Belmonte que debían retirarse, porque así no se podía torear. Juan estaba de acuerdo. Fue una tarde horrible. José canceló la corrida madrileña del día siguiente y se fue a torear a Talavera. Allí le esperaba la muerte.

Belmonte murió con él. Luego se retiró dos veces, rejoneó, tuvo cortijo, ganado y millones. Envejeció lentamente, entre Madrid, Sevilla y su finca de Utrera. De vez en cuando se le veía en «Los Corales», con sus gafas negras, hablando poco y del tiempo. Tenía en la boca la tristeza de la muerte que fue de otro. Con 70 años, se enamoró sin esperanzas de una flamenca muy joven. Una tarde, salió a pasear a caballo, arreó el ganado, contempló el ocaso, volvió a la casa, subió a su habitación y se pegó un tiro.

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