Enseñaba con autoridad
He de advertirles que convendría que, antes de leer este comentario, leyeran el Sermón del Monte desde el comienzo. Cuando Jesús dice en el texto de este domingo: estas palabras mías, se está refiriendo a todo lo que nos ha dicho en las últimas semanas. De ahí que sea conveniente actualizarlo. Y ya que tienen la Biblia en las manos, sugiero también que, al llegar al texto que estamos comentando, sigan leyendo un versículo más. En él podrán conocer cómo reaccionaron los que escuchaban a Jesús, y eso nos ayudará a reaccionar también nosotros ante su autoridad. De ese modo, así como ellos no se extrañaron de lo que les decía Jesús, tampoco nosotros nos asombraremos en absoluto de que ponga a un mismo nivel sus palabras y la voluntad de Dios. Le reconoceremos, pues, como el revelador del Padre.
Jesús finaliza, en este texto, sus enseñanzas en el monte recordando que el que escucha sus palabras ha de ponerlas por obra. Todo lo que ha dicho en el Sermón de la Montaña es para ponerlo en práctica en las circunstancias y decisiones cotidianas. La fe, aunque es don gratuito, se consolida en la vida del cristiano con frutos de buenas obras. Y son ellos lo que nos permitirá pasar la prueba del juicio de Dios. En realidad, sólo el que cumple la voluntad de Dios y practica las palabras de Jesús podrá pasar la prueba de resistencia ante las fuertes tempestades y dificultades de la vida y, además, tendrá entrada en el reino de los cielos.
Por el contrario, el que se limita a escuchar pasivamente y no pasa su fe por el corazón y no vive lo que cree, que se prepare para el desastre. «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29, 13). Y lo mismo sucede con los que dicen actuar en nombre de Cristo, pero en realidad sus obras no son el fruto de su fe, sino que son sólo un ídolo en el que se están proyectando a ellos mismos. En ambos casos, no hay sintonía entre la fe y la vida y, por tanto, falta prudencia y sobra necedad, como dice Jesús en la parábola sobre roca o arena.
Con una vida inconsistente, construida sobre arena, en la que el escuchar nunca se convierte en hacer y en la que no hay coherencia entre la fe y la caridad, nos arriesgamos a la frustración de la esperanza de la que nos habla Jesús: a que no reconozca el sonido de nuestra voz cuando le digamos: «Señor, Señor». Y no porque Jesús se haga el sordo, sino porque estamos llamando a un Señor al que nunca hemos querido conocer a fondo, con el que nunca hemos tenido un verdadero encuentro personal y feliz que se haya convertido en un maravilloso y decisivo acontecimiento para nuestra vida. Hay una gramática en la escucha de la palabra de Dios que puede evitar que eso ocurra; me refiero a la Lectio divina, que es un buen método para que la Palabra que sale de la boca de Dios se convierta en nosotros en experiencia viva.
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Entonces yo les declararé: Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad.
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».
Mateo 7, 21-27