De nuevo un encuentro de Jesús con quien le necesita. Éste a iniciativa suya. Si el primero fue con una mujer sedienta de agua viva, en éste es con un hombre que, en principio, necesita luz para sus ojos, aunque también encontrará la luz en su alma. Es un ciego de nacimiento que tiene la gran fortuna de recibir la compasión de Aquel que está en el mundo como luz. Yo soy la luz del mundo. De haber entrado Jesús en la tela de araña de los razonamientos de sus discípulos, quizás no se hubiera producido ese encuentro personal con el ciego. Esos argumentos de estilo farisaico no sólo alejan, sino que impiden llegar a la persona. Pero Jesús zanja el asunto negando cualquier relación de la ceguera con el pecado. Él ve en el ciego una oportunidad para que se manifiesten las obras de Dios, la misericordia divina. Y se pone manos a la obra. Haciendo barro con la saliva, untará los ojos del ciego y le envía a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego, por su parte, deja hacer, se lava, y así recupera la vista. Jesús prefiere un gesto que haga de mediación entre la voluntad sanadora de Dios y la dócil libertad del ciego, que tiene que aceptar con fe y esperanza lo que Jesús está haciendo en sus ojos. ¡Cómo se parece esto a otro gesto sacramental, en el que hay que ir al Siloé de la pila bautismal, donde el Enviado nos regenera con su Misterio Pascual. Pero volvamos al relato. Este milagro del ciego se realiza en medio de una trama de luz y de ceguera. La luz es la del ciego que no sólo ve en sus ojos, sino que también empieza a ver en su corazón cada vez con más nitidez. La ceguera es el tenaz y obstinado acoso de los vecinos, y más tarde los fariseos, al ciego curado. A pesar de todo, este hombre terminará confesando que Jesús es un profeta. Atribuye a Jesús la más alta dignidad entre los amigos de Dios que un judío maneja. Con esa confesión se intensifica el acoso al ciego que ya ve, hasta el punto de llamar a sus padres, que afortunadamente salen al paso con unas respuestas llenas de sabiduría. Mientras tanto, los dos interlocutores siguen buscándose. El que toma la iniciativa una vez más es Jesús. El ciego, por su parte, quiere ver más. A éste le han acosado tanto, que quiere saber quién es El que, viniendo de Dios, le ha abierto los ojos a la luz. Jesús, que conoce la disposición de su corazón, le pregunta si cree. Y el ciego, que está dispuesto a todo, no duda de sus deseos. Entonces Jesús le revela su identidad: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es». Y al que le faltaba aún la luz de la fe, ve claramente. «Creo, Señor. Y se postró ante Él». Y todo termina con Jesús manifestándose como Aquel que viene a traer la luz al mundo para todos los que no ven; pero los que creen ser la luz, permanecen ciegos. Y como todo esto sucede cada día en la Iglesia, les invito a recordar cuándo recobraron la vista; si no es así, no olviden que es Cuaresma y Jesús anda por ahí dispuesto a curar nuestra ceguera.
+ Amadeo Rodríguez Magro obispo de Palencia
Evangelio
En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?» Jesús contestó: «Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos le preguntaban: «¿Y cómo se te han abierto los ojos?» Él contestó: «Ese hombre que se llama Jesús». Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Le dijeron: «Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». Ellos lo llenaron de improperios. Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?» Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?» Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando». Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante Él. Dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Los fariseos le preguntaron: «¿También nosotros estamos ciegos?» Jesús les contestó: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís Vemos, vuestro pecado permanece».
Juan 9, 1-41