XXVI Domingo del Tiempo ordinario

Ya lo decía el texto evangélico del pasado domingo: Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. Y, en el de este domingo, Jesús nos explica por qué sucede esto. Se lo dice a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, y a todos los que se niegan a abrir el corazón a los signos que señalan la presencia del amor salvador de Dios entre nosotros. Ésos, aunque cumplan los preceptos y las normas, son incapaces de percibir la novedad, la belleza y el gozo de encontrarse con Dios; no disfrutan de su fe porque aún no es para ellos una buena noticia.

¡Qué provocador es este texto evangélico! Tanto que, si no fuera cierto lo que en él se dice, ofendería. Eso sucedió con los interlocutores de Jesús, que, sintiéndose ofendidos, quisieron echarle mano. ¿Cómo es posible que publicanos y prostitutas les puedan preceder en el reino de los cielos? Es evidente que esto sonaba a subversivo. Pero Jesús tenía que decir las cosas de ese modo, porque esa gente había adulterado las relaciones del hombre con Dios; las habían reducido a normas, pero sin alma. Eran unas relaciones que no llegaban a lo más hondo del corazón. Según ellos, ni de Dios ni del hombre. Pero Jesús, el rostro de Dios, imagen de Dios invisible, no estaba dispuesto a dejar que las relaciones de su Padre con el hombre siguieran adulteradas. Por eso enseña que la fe es un encuentro de amor y fidelidad, en el que Dios siempre toma la iniciativa de buscar y llamar. Se acercó al hijo primero, y le contestó que No, pero recapacitó y fue. El segundo le dijo que Sí, pero no fue. Dos respuestas al amor fiel de Dios: una formalmente descarada, y otra aparentemente fiel. Pero luego el hijo descarado y desobediente entra en sí mismo, se siente hijo y, aunque tarde, descubre el amor de su padre y rectifica orientando su vida en la obediencia filial. El otro, en cambio, nunca se llegó a ver a sí mismo como hijo ni ahondó en la relación filial y de amor con su padre. Mantuvo siempre una relación formal y sin alma.

En los que actúan como el segundo de los hijos, el formalmente obediente, Dios no entra nunca en sus vidas. Para ellos la fe es, ante todo, normas y formas externas. Sin embargo, el hijo del pronto desobediente sí llega a descubrir la fe en toda su verdad, esa de que habla el Papa Benedicto: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). Esta fe es la que hizo cambiar al hijo que primero dijo No y luego Sí. Es también la fe de todos los que se convierten de corazón al Señor, la de los que comprueban que, como la describe Vargas Llosa en su última novela, «Dios tiene sus procedimientos. Desasosiega, inquieta, nos empuja a buscar. Hasta que un día todo se ilumina y ahí está Él». En cambio, el hijo que dice Sí y luego No se queda anclado en una fe sin relación personal, sin que haya en su vida un acontecimiento que la cambie, la alegre y la oriente para siempre.

+ Amadeo Rodríguez Magro

obispo de Plasencia



Evangelio

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: No quiero. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?»

Contestaron: «El primero».

Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».

Mateo 21, 28-32
 
ALFA Y OMEGA
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