XXIX Domingo del Tiempo ordinario

Los diálogos a los que hemos asistido entre Jesús y los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo están llegando a unos límites de tensión especialmente altos. Pero Jesús, consciente de su misión, no los elude. En esta ocasión los fariseos introducen en el diálogo una variante especialmente agresiva: se retiran, confabulan entre ellos y se ponen de acuerdo para comprometer a Jesús. Hay una estrategia de engaño y actúan con mala voluntad. Así lo entiende, además, Jesús: «¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis?» Hasta la misma embajada que enviaron a Jesús está hecha para sorprenderle. Se incluye a los herodianos, que eran amigos del César. También la lisonja que utilizan es una estrategia. Pero en esto se equivocan especialmente, porque el halago sólo sirve con los hombres mediocres. Ésos sí se dejan cazar siempre por los aduladores. Pero con Jesús, aunque todo lo que dicen de él es cierto, y es un retrato muy certero, no les sirve de nada la adulación.




Con estos antecedentes se llega a la pregunta que le han preparado: «¿Es lícito pagar el tributo al César?» Hay que reconocer que se las trae. Le exigen que se defina ante una situación muy especial y complicada: el pueblo de Dios está ocupado por una potencia extranjera. La pregunta trampa que le hacen le exige contestar sólo con un Sí, o un No. En realidad, en eso consistía la malicia de los fariseos. De decir Sí, era un colaboracionista; de decir No, se situaba en rebeldía. Con cualquiera de las dos respuestas había motivos suficientes para ir contra él. Pero ya conocemos lo que responde Jesús: «Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». En aquel momento, esta respuesta sirvió para que los fariseos dejaran a Jesús por imposible: «Al oír esto, quedaron maravillados, y, dejándole, se fueron». Jesús contesta con ecuanimidad, que no con neutralidad. Por eso la respuesta de Jesús se ha convertido en norma de actuación permanente. También lo es para nosotros en este tiempo y en esta España nuestra, en la que tanto se nos está obligando a discernir y a elegir entre el César y nuestra conciencia cristiana. La respuesta de Jesús nos plantea, también a nosotros, y en qué medida, cómo hemos de situarnos ante la autoridad civil y la divina, en temas como el matrimonio, la familia, la interrupción del embarazo, la libertad de enseñanza, la eutanasia, etc. De todos es sabido que hoy hay corrientes de pensamiento e incluso estructuras políticas que obstaculizan, o niegan, la presencia de Dios en nuestra vida, convirtiéndose ellas en dioses y, por tanto, en norma absoluta.


Ante eso, ¿qué ha de hacer un católico? Pues aplicar la respuesta de Jesús: dar, por supuesto, al César la moneda material; es decir, implicarse en la construcción de la sociedad y del mundo; pero sin que jamás Dios, ni en lo privado ni en lo público, deje de ser el motor de nuestra vida y, por tanto, deje de recibir nuestra entrega y fidelidad. Frente al laicismo excluyente, también llamado por algunos con toda razón arcaico, nos hemos de situar en una laicidad positiva, que es la que garantiza que cada ciudadano pueda vivir su propia fe, en libertad, en cualquier ámbito de la vida.


+ Amadeo Rodríguez Magro


obispo de Plasencia



Evangelio


En aquel tiempo los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:


«Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?»


Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:


«¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto».


Le presentaron un denario.


Él les preguntó:


«¿De quién son esta imagen y esta inscripción?»


Le respondieron: «Del César».


Entonces les replicó:


«Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».
 
 
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