Jesús da comienzo a su actividad de proclamación del Evangelio y también empieza a crear un grupo de discípulos que serán llamados y enviados a continuar su misión. Con Él ha llegado el reino de Dios, en su persona se inaugura, Él trae la salvación al ser humano. La condición indispensable para entrar a formar parte del Reino, para recibir la salvación de Dios, es la conversión, convertirse y creer. La conversión es un cambio radical que se produce en la persona como consecuencia del encuentro con Cristo. No consiste en esforzarse un poco más de lo habitual en la práctica de la vida cristiana, ni tampoco en realizar algunos sacrificios con la finalidad de moderar el temperamento. No es cuestión de perder un poco menos de tiempo en la televisión, o en Internet, ni significa aumentar ligeramente la oración, o los donativos a los necesitados. Eso puede quedarse al final en meros retoques de fachada, arreglos de imagen del todo insuficientes. La conversión consiste en afrontar y llevar a término, con decisión, la reforma total del edificio, la reforma profunda de la vida.
Hay que empezar venciendo una tentación inicial, la de pensar que se trata de una utopía inalcanzable, un imposible. En realidad, no es tan difícil, y consiste más en dejarse cambiar el corazón por el Señor que en esforzarse por cambiar, desde una actitud voluntarista. Cambiar la ruta, la meta de la vida, para que el eje vertebrador sea Cristo, para que Él sea el centro al que subordinamos todos los demás valores: familia, trabajo, aficiones, etc. Un cambio radical de mentalidad y de corazón. Este cambio llega porque Cristo nos fascina, nos atrae, nos enamora. Cristo sale al encuentro de todo ser humano y se presenta como Camino, Verdad y Vida, para saciar su sed de felicidad, para llenar de sentido su existencia. Por eso, hemos de propiciar el encuentro profundo con Cristo, la experiencia de fe que revolucionará la vida y la comprometerá hasta el fondo, la vivencia transformadora a partir de la cual se inicia una relación de intimidad con Él y una vida radicalmente nueva. La vocación de los cuatro primeros discípulos es un ejemplo de la respuesta del hombre que se convierte a Dios.
El que llama es Dios. Toda vocación es un don de Dios y se fundamenta en la elección gratuita y precedente de parte del Padre. Y toda vocación cristiana siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella. Esto se manifiesta, de un modo particular, en aquellos a los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirle compartiendo vida y misión. La vocación al sacerdocio ministerial comienza por un encuentro con el Señor, que llama a dejarlo todo y seguirle, que quiere que su llamamiento se prolongue en una vida de amistad con Él y de misión que compromete toda la existencia. Como Simón, Andrés, Santiago y Juan.
Hay que empezar venciendo una tentación inicial, la de pensar que se trata de una utopía inalcanzable, un imposible. En realidad, no es tan difícil, y consiste más en dejarse cambiar el corazón por el Señor que en esforzarse por cambiar, desde una actitud voluntarista. Cambiar la ruta, la meta de la vida, para que el eje vertebrador sea Cristo, para que Él sea el centro al que subordinamos todos los demás valores: familia, trabajo, aficiones, etc. Un cambio radical de mentalidad y de corazón. Este cambio llega porque Cristo nos fascina, nos atrae, nos enamora. Cristo sale al encuentro de todo ser humano y se presenta como Camino, Verdad y Vida, para saciar su sed de felicidad, para llenar de sentido su existencia. Por eso, hemos de propiciar el encuentro profundo con Cristo, la experiencia de fe que revolucionará la vida y la comprometerá hasta el fondo, la vivencia transformadora a partir de la cual se inicia una relación de intimidad con Él y una vida radicalmente nueva. La vocación de los cuatro primeros discípulos es un ejemplo de la respuesta del hombre que se convierte a Dios.
El que llama es Dios. Toda vocación es un don de Dios y se fundamenta en la elección gratuita y precedente de parte del Padre. Y toda vocación cristiana siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella. Esto se manifiesta, de un modo particular, en aquellos a los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirle compartiendo vida y misión. La vocación al sacerdocio ministerial comienza por un encuentro con el Señor, que llama a dejarlo todo y seguirle, que quiere que su llamamiento se prolongue en una vida de amistad con Él y de misión que compromete toda la existencia. Como Simón, Andrés, Santiago y Juan.
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa
obispo de Tarrasa
Evangelio
Después que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía:
«Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».
Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo:
«Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres».
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Un poco más adelante vio a Santiago, el del Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.
«Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».
Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo:
«Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres».
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Un poco más adelante vio a Santiago, el del Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.
Mc 1, 14-20