E L O G I O D E L A S C A P E AS
Las capeas y corridas pueblerinas siempre se han celebrado en España y creo que, a pesar de la campaña que se hace por algunos espíritus timoratos en contra, se seguirán dando siempre.
¡Qué van a hacer esos pueblos, internados entre peñascos, en que la gente vive bajo tierra, labrando en la roca por su propia mano su guarida, donde si hay escuela es un estercolero, y el teatro un corral donde se encienden en la función de noche unos velones de aceite! Los habitantes son enanos, de cuarenta a cincuenta años, tísicos y escuchimizados: donde hay una vieja ermita abandonada, con un boquete abierto en el muro, que da al campo, en que se refugian los mendigos que recorren los pueblos a pie a descansar y resguardarse
del sol, y en una habitación desmantelada hay una especie de tinaja de piedra, que fué pila bautismal, y dentro hay un gato despanzurrado, de ésos que se ven en las encrucijadas de los pueblos: enfrente cuelga un Cristo que parece una momia, de ésos que dicen los habitantes del pueblo que tienen piel humana y que les crecen las uñas de los pies, de las manos y las barbas.
En la botica del pueblo cuelga del techo un cuerno muy grande y retorcido, como el del macho cabrón de las leyendas de duendes y brujas, que sirve para calentar el agua de los medicamentos y emplastos. En estos pueblos, y en otros más importantes, deben celebrarse las capeas para que se desfoguen los malos instintos y no maten a su mujer a palos, o a hachazos separen del tronco la cabeza de su suegra. Los chicos también dejan los días de capea sus juegos, poco inocentes, de apedrear a los pájaros y a las diligencias y de ir a la pedrea, que son como batallas en que salen varios con la cabeza rota. El día de toros dan cabezazos a las puertas de la plaza, para que éstas se abran de par en par y meterse dentro a ver la corrida. A estos mozos de estos pueblos les están permitidas las mayores barbaridades. Estas apuestas que hacen de comerse un costal de pienso, de darse de topetazos con la frente a un carnero muy grande, al que mandan al otro barrio de un cabezazo bajo en el estómago, y el más escuchimizado y el más nuez, que no puede con la rabadilla, se come, por apuesta, varios metros de longaniza, luego se bebe unos cuantos vasos de aguardiente llenos de
moscas. Yo he visto a un hombre muy largo y flaco, todo orejas y rótula choquezuela, con un ántrax en el cuello, comerse en una apuesta una paella de seis kilos, sin reventar; después hacer la plancha sobre una mesa, y ponerse luego a bailar siete u ocho horas seguidas, como si tal cosa.
El pueblo cercano a Madrid llamado Chinchón, como tantos otros pueblos de Castilla, parece estar hecho para que se celebren capeas. En éste, la plaza Mayor, con todas sus casas con balcones corridos, que tienen la forma de tendidos de plaza de toros. Casi todos los ayuntamientos pueblerinos tienen en su portal un burladero donde pegan las hojas firmadas en tiempo de elecciones, y sirve también para hacer las inmundicias. Los empleados de estos ayuntamientos gastan gorra de pelo y gruesa cachava al brazo, cuya contera es un pincho.
Bueno es que se deje a estos pueblos como están, si no se quiere hacer en ellos rascacielos, grandes hoteles y cafés con música de negros, servidos por camareras con el pescuezo afeitado, como los de la cursi Gran Vía de Madrid.
Las capeas a mí me distraen y me gustan más que las corridas serias; en éstas queda uno encerrado en la plaza, estrujado como sardina en conserva, en un asiento donde no se cabe, bajo la ola humana que berrea, gruñe y cocea, pidiendo más caballos; en cambio, en la capea, si no nos entretiene la lidia, podemos pasear a nuestras anchas bajo los soportales de la plaza, y hablar con el veterinario del mal de nuestro caballo o del perro.
Disfruto, al tomar el tren y salir de Madrid, con la conversación de estos labriegos y bárbaros de pueblo; algunos, desde que toman asiento, empiezan la conversación sobre un toro que torearon, cómo tenía las astas, lo bravo que era, y hablando del toro llegan al pueblo. Todos estos mozos llevan largas varas para azuzar al toro: muchos, con el pelo blanco y setentones, toman también parte en la capea. El torero de corrida seria se ha convertido hoy en bailarín de salón delante de los toros, y en las capeas salen toreros buenos a patadas. Ese hombre de edad, representación y tipo, con la cabeza llena de escalones de estar esquilada como los borregos, que con su descomunal bota de vino le da varios pases a un toro viejo y bragado, pasando los enormes cuernos del animal cerca de la faja, mascándose el peligro, y que concluye limpiándole las narices con su enorme pañuelo moquero, que ha sacado de la faja, y que sería capaz de matarlo con su navaja de hoja ancha y achatada y mango de madera labrada con toscos dibujos, ¿en qué se parece a’estos fenómenos de ahora, que no tienen ni edad ni tipo, ídolos de unos cuantos horteras y señoritas histéricas, que son las que entienden hoy en día más de toros, y aplauden al toro bravo que va al desolladero sin rabo ni orejas, y pitan sin ningún respeto como energúmenos al cadáver del toro cobarde y que creen ellos que no ha cumplido en la lidia, al ser retirado del ruedo arrastrado por las mulillas?
Además, los toreros de ahora, que no sirven para nada y no hay ninguno bueno, sueñan con hacerse propietarios y pasar la vejez con millones de pesetas y cargados de hijos, retirándose a los veinticuatro años. Cuando, muy de tarde en tarde, cae muerto en la plaza uno de estos toreros llamados fenómenos, los periódicos comentan su muerte durante tres o cuatro meses, quedando declarado como genio nacional; mueren veinte mozos en capea de pueblo, y nadie comenta su muerte ni se le guarda el menor recuerdo, tratándole como a un perro.
José Gutiérrez Solana
Pues yo soy timorata, mejor dicho, supertimorata, timorata elevada a la enésima potencia, por lo menos potencia mil billones. Y esos pueblos podían capearse entre ellos, así sabrían del dolor, la desesperación y el pánico de esos animales.
Y como no falto a nadie, me gustaría que lo publicases.