Los habitantes de Santander, la capital de la Montaña, pisan todos los días asfaltos que parecen de siempre y contemplan calles y monumentos –como la Catedral o el Cristo- que muchos pensarán que están ahí de toda la vida. Pero, ¿nos hemos puesto a investigar, como fue y qué fue la ciudad de Santander antes de llegar a ser lo que es? Porque las personas y las cosas nacen, se hacen y se transforman, en un continuo cambio que es la esencia de la vida. ¿Hasta dónde y hasta cuándo podemos remontarnos para encontrar los primeros balbuceos humanos en lo que es hoy este pedazo de urbanismo asomado a la bahía? Seguro que el hombre prehistórico, pisó las arenas o los prados que en otro tiempo fueron la base de nuestra ciudad, pero de esto, con seguridad nada sabemos. Seguro también que poco después, cuando un pequeño barco podría surgir de un madero o de un odre de piel al que agarrarse, los primeros pobladores surcarían así, y temerosos, las aguas de nuestra ensenada. Pero cuando ya la arqueología nos ofrece testimonios es en la época romana. Las legiones organizadas de este lejano pueblo llegaron un día a dominar a nuestros antepasados, los indígenas cántabros, y crearon aquí, posiblemente en lo que hoy es la zona de San Martín y Magdalena, un pequeño puerto – Portus Victoriae- para gobernar la costa e incluso para realizar el comercio con las Galias. Hallazgos de este lejano momento, en los primeros años de la Era, han aparecido en estos dos sitios señalados: fragmentos de cerámica romana, unas termas en su ruina, tejas características, monedas, vidrios, e incluso una terracota representando la cabeza de un fauno. Hace ya dos mil años había vida, asegurada por los restos aparecidos, en el mismo sitio donde nosotros ahora vivimos. ¿Había muchos habitantes, eran pocos? ¿Había comerciantes y marineros? Nada sabemos, aunque es presumible. Un pequeño poblado que hablaba latín y que salía a las tierras cálidas de Castilla a través de la calzada que siguiendo el Besaya, subía las Hoces de Bárcena y llegaba a la ciudad romana más importante de Cantabria, Julióbriga, hoy escondida bajo las casas y los prados del pueblo de Retortillo, junto a Reinosa.
¿Y después? ¿Qué vida tuvo el espacio de tierra y el pedazo de mar que hoy contempla a sus pies nuestra ciudad? Hay un misterio profundo durante muchos siglos. Seguramente seguiría el puerto, y las gentes, cada vez menos numerosas, una vez caído el poder de Roma. Pero la vida, sin duda, no se paró. Estuvo latente, esperando. Los visigodos no parece llegaron a dominar nuestras costas, a hacer vida en ellas. Se quedaron al sol y en el trigo de fuera montes, y aquí dejaron libres a algunos pescadores que vivían en la libertad más absoluta.
Pero la invasión de los árabes, empujando a los pueblos de la meseta, nos trajo gentes nuevas, huídas, a acogerse a las arrugas defensoras de nuestros montes. Y los reyes asturianos volvieron a vitalizar, organizándolas, las tierras de la costa. Alfonso I y Alfonso II pasearon sus tropas por las arenas del mar. Posiblemente crearon los primeros monasterios como base de concentración de gentes repobladoras. ¿Surgió entonces, en el siglo IX, un cenobio, un monasterio, y a su lado campesinos y pescadores para iniciar una nueva vida, una nueva organización?
El caso es que a fines del siglo XI ya los documentos nos señalan la existencia segura de un núcleo monástico, con su iglesia levantada en lo que es hoy el centro de nuestra ciudad, mirando al mar, y dedicada a los santos Emeterio y Celedonio, que son hoy los patronos de Santander. En 1082, Alfonso VI, deseoso de aumentar su poder y su población, le daba otros monasterios más pequeños hacia el interior de la provincia, que iban formando el dominio de la bahía santanderina. El documento los menciona. San Juan Bautista de Miera, San Llorente de Pámanes, San Cipriano de Esles (uno de los primeros monasterios fundados en nuestra comarca), Santa María de Cayón, Santa María de Vega, San Llorente de Llerana, San Andrés de Navajeda y San Jorge de Toranzo. En 1099, el mismo rey, daba al monasterio santanderino, y a su abad Alfonso Ferrez, el derecho a pasto libre de sus ganados y jurisdicción civil, al concederle la exención de que ninguna potestad entrase en su dominio. “A la sombra de la vieja Abadía –dice Menéndez Pelayo- creció la villa marítima y extendió sus ramas el árbol de la libertad municipal”. Un castillo, el de San Felipe, pronto se situó como vigía permanente de la progresiva villa a quien el puerto sirvió siempre de punto neurálgico y centro de su desenvolvimiento.
Alfonso VIII, en su política de vitalizar y promover todos los principales puertos del Cantábrico, se fijó en Santander, como antes lo hizo en Castro Urdiales, y, para fomentar el comercio, la pesca y la especial situación estratégica de nuestra villa, la favoreció con unos fueros llenos de perspectivas de libertad (¡no sólo los vascos tienen fueros!) que recibe Santander en 1187. Para ello tomó como modelo de privilegios los que tenía la ciudad de Sahagún que aplicó a los habitantes de la villa montañesa. La libertad de venta de determinados productos (pan, vino, lana); las exenciones tributarias y penales, etc., van colocando al Concejo de Santander en situación de levantar el vuelo por sí mismo. La ciudad se ponía en marcha y la vieja abadía dominadora fue poco a poco suplantada por la fuerza que iban adquiriendo los hombres libres. Santander, como ciudad, comenzó a ser un hecho. Después…pasaron todavía muchas cosas que otro día veremos. Miguel Ángel García Guinea.