“Fue una guarrada”, resume Vicente Bores, de la peña Hermanos Bores-Los Pinares. “Lo que pasa es que molestábamos por el Mundial de Vela. Era un parque al que bajaban los niños, y ahora se tienen que sentar en el suelo.
La bolera San José, en La Albericia, ha sido la última en caer, víctima del progreso urbanístico: en el lugar que ocupaban corro y bancos, hoy un solar, habrá enseguida una plazoleta. La gente del barrio cuenta que, hace ya años, uno podía entrar al bar Tuco, coger unas cervezas, pedir las llaves y meterse a echar una partida con los amigos. En los últimos tiempos eran los chavales de la Escuela Toño Gómez los únicos que andaban tirando bolas en ella, que era de titularidad municipal. "Yo cuidaba de ella, podaba los árboles… había puesto las quimas dentro”, cuenta José Antonio Gómez, su responsable. “Parece que a la gente le estorban los críos. Antes estaba en Porrúa, y la bolera ahora está haciendo hierba, para cagar los perros”.
La lista de boleras caídas en Santander es larga, aunque también hay que decir que el número de ellas es sorprendentemente alto: según un censo de principios de siglo –XXI–, había 44 en la capital, a las que habría que sumar las más recientes de Camarreal, la Peña del Cuervo y, por supuesto, la cubierta de Cueto. Entre las desaparecidas, los aficionados veteranos recuerdan con especial nostalgia la del Frente de Juventudes, en la calle Vargas, donde tantas noches de sábado se vivieron apasionantes desafíos entre los grandes –el Zurdo de Bielva, Salas, Cabello, Ramiro–; tampoco olvidan la de La Arboleda ni, por supuesto, La Carmencita, junto al matadero y la Plaza de Toros, frecuentada por ganaderos de reses bravas, tratantes de ganado y médicos de Valdecilla, además de bolistas y musistas. El desarrollo de la ciudad pasó por encima de todas ellas. El Verdoso, la primera gran bolera, construida a finales de los 70 y con capacidad para acoger a más de 2.000 espectadores, vino a sustituir a las que desaparecieron en la zona de Cuatro Caminos.