Hace unos diez siglos (en algún momento entre los años 1040 y 1050) nació, en una diminuta aldea de Burgos, el que vendría a convertirse en el héroe nacional por antonomasia. Es lo que tienen las figuras de leyenda: que nacen donde uno menos se lo espera y sus felices progenitores no tienen siquiera el detalle de consignar la fecha. El nombre y los apellidos, como eran cosa del cura, no se olvidaron de apuntarlos. Le pusieron Rodrigo por su madre, Teresa Rodríguez, y Díaz porque su padre se llamaba Diego. De aquella peculiar costumbre de nuestros ancestros proviene buena parte de los numerosos apellidos castellanos rematados en zeta, que hoy delatan de manera inequívoca la hispanidad de sus portadores.
Rodrigo Díaz, sin embargo, no iba para héroe. A pesar de que su padre era infanzón, algo a medio camino entre hidalgo y noble, nada llevaba a pensar que un aldeano llegase a codearse con los más reputados personajes de la Corte, y mucho menos que superase en fama a todos los hombres de su tiempo. Pero tuvo suerte. Gracias al apoyo que Diego había prestado al rey Fernando I, su hijo fue obsequiado con una plaza en el séquito del heredero, el infante don Sancho, que fue quien le ordenó caballero. Hicieron buenas migas, y como Rodrigo era avispado y valiente pronto se vio sirviendo a su señor en la guerra, con singular acierto, gracias a lo cual se ganó los títulos de Alférez Real y Campeador, porque en las justas no había quien le venciese.
En 1065 Fernando I, primer rey de Castilla, murió cristianamente, no sin antes haber dividido el patrimonio regio entre sus hijos. Esto era algo relativamente frecuente en la Edad Media. Un rey se pasaba toda su vida guerreando y conquistando el reino de al lado (que solía ser el de su hermano) para luego, antes de morir, repartir lo conquistado entre sus hijos… y vuelta a empezar.
A Alfonso le tocó León; a García, Galicia, y a Sancho, el padrino de Rodrigo, Castilla. Este reparto, naturalmente, no satisfizo a ninguno, y según murió la reina los hermanos llegaron a las manos. Ya se sabe, las malditas herencias.
Ganó el más listo, que era Sancho. Pero no pudo saborear la victoria porque, cuando se encontraba sitiando Zamora, un tal Bellido Dolfos le asesinó alevosamente. Se citó con el rey a escondidas con la excusa de que se iba a unir a él y, cuando el monarca bajó la guardia, le asestó una puñalada por la espalda, con una daga de oro que pertenecía a Alfonso. O al menos eso cuenta la tradición. A Rodrigo, que se encontraba allí, no le quedó más que escoltar el cadáver hasta el monasterio de Oña y prestar lealtad a Alfonso, el hermano rebelde del finado.
Alfonso mantuvo su confianza en el joven alférez de Vivar, pero le quitó el cargo para dárselo a García Ordóñez, uno de sus fieles. Lo de siempre: viene uno nuevo y pone a los de su cuerda. La continuidad institucional nunca ha sido uno de nuestros fuertes. Rodrigo no se lo tomó tan a mal, como se ha querido hacer ver después. Participó en la campaña de La Rioja contra el rey moro de Zaragoza, haciendo méritos, y el rey le recompensó concediéndole la mano de su sobrina, Jimena Díaz.
Se produjo entonces la ruptura entre el rey y su vasallo. No sabemos a ciencia cierta a causa de qué, pero hay dos versiones, a gusto del consumidor. Según la primera, Rodrigo y su mesnada se internaron en el reino taifa de Toledo y lo saquearon a placer, como sólo entonces se hacían esas cosas. Hasta aquí todo perfecto, si no hubiese sido porque el rey Al Qadir de Toledo era un protegido de Alfonso. El monarca castellano armó una buena al enterarse y desterró a su desobediente vasallo. Al final para nada, porque, cuatro años después, el que saquearía y conquistaría Toledo sería el propio Alfonso.
En esto Alfonso VI se anticipó al mismísimo Fernando el Católico, que pactaba siempre para no cumplir nunca. No era ninguna tontería eso de recobrar para la Cristiandad, con honores y trompetería, la antigua y añorada capital de los godos. Y la recobró tanto que aún sigue ahí el cardenal primado de España.
De Al Qadir y su dorada taifa a orillas del Tajo nunca más se supo. La historia del Islam en España está plagada de tristes historias. No sé cómo algunos insisten ahora en reconquistar lo que tantos tormentos les ocasionó en el pasado.
La segunda versión, por el contrario, mantiene la disputa dentro de los lindes de la hoy provincia de Burgos. Rodrigo, que había prestado caballeresco vasallaje al malogrado Sancho, no podía pegar ojo con la idea de que hubiese sido el hermano de éste, carne de su carne, el responsable del regicidio a las puertas de Zamora. Abrumado por las dudas, se lo hizo saber a Alfonso y le emplazó en Santa Gadea a jurar que no había tenido nada que ver en el complot de Bellido Dolfos. El rey, sin arrugarse más de lo estrictamente necesario, juró
“do juran los fijosdalgo […] sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo. Las juras eran tan recias que al buen rey ponen espanto”.
“Mucho me aprietas, Rodrigo, Cid, muy mal me has conjurado, mas si hoy me tomas la jura, después besarás mi mano”.
Y no besó su mano, pero se tuvo que ir del reino. Alfonso le desterró por un año, pero Rodrigo, que era más castellano que nadie, le espetó: “Tú me destierras por uno yo me destierro por cuatro”. Nueve siglos más tarde, Manuel Machado puso el broche final a la tragedia:
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
–polvo, sudor y hierro–, el Cid cabalga.
Aunque la primera versión, la del asalto a la taifa de Toledo parece más verosímil, yo me quedo con la segunda, que es, digamos, más heroica y, sobre todo, más poética.
El desterrado envainó la Tizona, que es como se llamaba su espada, y se dirigió a Barcelona, para ponerse al servicio de Ramón Berenguer II. Pero el catalán le rechazó. Cabizbajo, remontó el Ebro y ofreció su lanza a Al Mutamín, el rey moro de Zaragoza, contra cuyo padre había combatido en tiempos pasados. La estrella de Rodrigo volvió a brillar. Se tomó la revancha con el conde de Barcelona, a quien derrotó y apresó, no muy lejos de Lérida. Los catalanes tuvieron que pagar un crecido rescate, y es que por donde las dan las toman. Al Mutamín, encantado con el fichaje, le colmó de honores, privilegios y el sobrenombre con el que pasaría a la historia: “Cid”, que viene del árabe sayyid y significa “señor”.
Uniendo el nuevo y flamante título conquistado en tierra de moros con el de Campeador, que ya lo traía puesto de Castilla, combatía fieramente con quien tocase, y tras vencer se acercaba al enemigo y, desde lo alto de su caballo Babieca, le espetaba con indisimulado orgullo burgalés: “¡Yo soy Ruy Díaz, el Çid Campeador, de Vivar!”. Para que no olvidasen con quién se las habían visto.
Tras la conquista de Toledo los muslimes hispanos vieron por primera vez las orejas al lobo. Los asilvestrados cristianos del norte, que hasta poco antes se hallaban acogotados y eran presa fácil de las incursiones del Califato, les habían salido respondones. Sus ejércitos no daban tregua. Eran decididos, pendencieros y ubicuos. Cabalgaban por la Mancha, por Extremadura, por el valle del Ebro; saqueaban sus ciudades, metían fuego a sus huertos y, encima, habían dado la vuelta a la tortilla. Ahora eran los reyes moros los que tenían que pagar tributos a los cristianos, y no al revés, como había venido siendo desde el momento en que el moro Muza puso su babucha izquierda en una playa de Tarifa.
Al Mutamid, el rey moro de Sevilla, que como buen poeta era algo aprensivo, aseguró que prefería ser camellero en África a verse como porquero en Castilla y pactó con unos fanáticos, los almorávides, que habían incendiado el Magreb a golpe de sable. Iban de negro riguroso, daga al cinto, con cara de pocos amigos; y, a decir del romancero, eran “más feos que Satán con todo su convento cuando sale del infierno sucio e carboniento”.
Alfonso de Castilla los salió a recibir y se llevó un susto mayúsculo, y no porque fuesen feos -que lo eran- sino porque no dejaban títere con cabeza. El ejército morabito le dio una buena tunda en Zalaca y, de vuelta a Burgos, hizo llamar al Cid, ya convertido en una leyenda, para restituirle los honores arrebatados años antes. Rodrigo aceptó, pero, como conocía el paño, cambió la estrategia para combatir a los almorávides.
En lugar de atacarles por el sur, que era su finca particular, pensó con acierto que la clave para frenar a los bárbaros venidos de África era controlar Levante. Una zona mucho más débil que Andalucía y donde el Cid tenía buenos amigos entre la nobleza musulmana, escarmentada en la cabeza del desdichado sevillano Al Mutamid, que murió en África pobre, sólo y sin llegar siquiera a tocar un camello. Otra triste historia.
Los almorávides le vieron venir y ocuparon Valencia, que era la perla que deseaba el Cid con todas sus fuerzas. Le llevó 19 meses conquistarla, al cabo de los cuales entró en ella con un ejército lo más variopinto que imaginarse pueda: castellanos, leoneses, gentes del Alto y del Bajo Aragón, moros de Tortosa, de Toledo y de Denia… un caleidoscopio de la España de hace mil años, que era tan complicada como la de hoy, aunque algo más peligrosa. Hecho esto, ordenó quemar vivo a Ben Jahhaf, el cadí almorávide que había resistido el asedio.
En Valencia viviría sus últimos años, guerreando, como siempre, y ganando una batalla tras otra a los almorávides de refresco que, de tanto en tanto, enviaban desde el sur.
Aunque Rodrigo había tomado Valencia en nombre del rey de Castilla, lo cierto es que gobernó a solas, sin dar cuentas a nadie. Cuando sintió que la ciudad era suya, pidió a Toledo que le enviasen un obispo y le puso a oficiar en la mezquita reconvertida en catedral.
Pero Valencia estaba demasiado lejos de Castilla. Era indefendible, y se encontraba permanentemente asediada. Un anticipo de lo que padecerían los cruzados de Tierra Santa poco después.
En uno de los sitios recibió un flechazo, y murió en su cama del Alcázar. La leyenda cuenta que, antes de morir, pidió a Jimena cabalgar por última vez a Babieca; le subieron a sus grupas, abrieron las puertas y la tropa almorávide que esperaba fuera salió en estampida al ver al Campeador, Tizona en ristre. Un final digno de un héroe que la literatura le regaló siglos después.
Allí fue enterrado, hasta que, tres años más tarde, Alfonso VI acudió, a petición de Jimena, a evacuar de la ciudad a los pocos cristianos que quedaban.
Se llevaron los restos del Cid hasta Burgos, hasta el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde reposarían durante siglos. Durante la Guerra de la Independencia los soldados franceses profanaron su tumba, tratando de aventar con ello la memoria del país que acababan de invadir. Los huesos, no se sabe bien cómo, aparecieron en Alemania, y Alfonso XII, lejano sucesor de aquel Alfonso medieval que rescató a Jimena de Valencia, los hizo traer de vuelta a España. Desde entonces gozan de un privilegiado emplazamiento en la catedral de Burgos.
Han pasado más de novecientos años de aquello y Ruy Díaz, el Cid Campeador de Vivar, aún cabalga.
Fernando Díaz Villanueva, www.libertaddigital.es