SANTA LUCÍA
(c. 300)
Lucía significa “la luminosa . Su fiesta cae oportunamente en los días más cortos del año. Y la vemos surgir con su lámpara encendida, dispuesta a recibir al Esposo. Porque estamos en Adviento, tiempo de expectación, cuando las tinieblas nos anuncian el gozo de una gran luz. Entonces Lucía, como un presagio, nos alumbra.
Quizá por eso los artistas la pintaron llevando en una bandeja sus propios ojos. Este hecho, que no tiene confirmación histórica, parece más bien una sugerencia de la luminosidad que emana de su propio nombre. Y por eso la invocan los invidentes, tanto si son materiales las tinieblas que rodean sus ojos como si se trata de esa obscuridad en que las pasiones anegan el alma en la selva obscura sin salida. Dante colocó en La Divina Comedia a Lucía a la izquierda del Precursor, en uno de los puestos avanzados del paraíso.
El nombre de Santa Lucía figura en el canon de la misa junto al de Santa Agueda, otra virgen siciliana. Los mártires de esta isla gozaron en Roma de mucha popularidad, tal vez porque la colonia siciliana era tan influyente en la ciudad de las siete colinas, que llegó a dar, con San Agatón, un Papa siciliano a la Iglesia. Santa Lucía tuvo dedicados en la Urbe hasta una veintena de santuarios y es, con Inés, Cecilia y Agueda, una de las cuatro santas que gozan de oficio litúrgico propio.
Un oficio calcado en las actas apócrifas de su martirio, pero lleno de encanto y delicadeza. Es el destino de los santos populares, que la leyenda les envolvió con su ropaje postizo. Pero no seamos hipercriticos: bajo los retoques puede encontrarse una buena pintura. Aquí las actas han adornado dos o tres hechos incontrovertibles: la existencia de Santa Lucía, el lugar de su martirio y la antigüedad de su culto.
Por cierto que acerca de este tenemos un documento auténtico precioso. El 22 de junio de 1894 se descubrió en la catacumba de San Giovanni, la más importante de Siracusa, cercana a la que conservó el cuerpo de Santa Lucía, una inscripción de fines del siglo IV que nos prueba que era celebrado ya el día de su martirio. Fue una cristiana la que compuso esta inscripción tan tierna: “Euskia, la irreprochable, vivió santa y pura alrededor de quince años: murió en la fiesta de mi Santa Lucía, la cual no puede ser alabada como merece”.
Ahora podemos utilizar los datos de la leyenda a falta de documentación más segura. Según ésta, Santa Lucía nació en Siracusa, de padres ricos y nobles, que tenían la superior riqueza de la fe, y en ella educaron a su hija. No sabemos el nombre del padre, que debió de morir siendo ella niña. La madre se llamaba Eutiquia, y, demasiado deseosa del porvenir de su hija, la prometió en matrimonio a un joven pagano.
No podían agradar a nuestra Santa tales nupcias, pero a la imposición exterior apenas podía oponer más que una firme y silenciosa fidelidad a sus convicciones íntimas y a la gracia que le había impulsado a consagrarse plenamente a Jesucristo.
Y Dios, que no abandona a quienes desean permanecerle fieles, intervino pronto con su misteriosa providencia. Eutiquia enfermó gravemente. Con este sufrimiento ínterceptaba Dios sus planes terrenos para hacerle comprender cuán distintos eran los designios de su voluntad.
Momentáneamente, el interés de la propia curación se antepuso en Eutiquia a todo otro afán. Lucía que, por su gran pureza de corazón, era capaz de ver más claros los designios de Dios, aceptó con sumisión este sufrimiento. Y con firme esperanza y abnegación se entregó al cuidado de su madre enferma.
Pero sus desvelos y los remedios que intentaron no dieron resultado alguno, porque Dios reservaba la curación para otra circunstancia que sería decisiva en sus vidas.
En Catania, distante tres leguas de Siracusa, se veneraba a Santa Agueda, martirizada en tiempos del emperador Decio. Junto a su sepulcro se sucedían las curaciones de los cuerpos y las conversiones de las almas.
Lucía y su madre decidieron trasladarse allí, con la esperanza de que la intercesión de la Santa les alcanzaría la deseada salud.
Ya en Catania, y estando en la iglesia, oyeron leer el pasaje evangélico de la mujer que, después de doce años de padecer tenaz enfermedad, había sido curada con sólo tocar la orla del vestido de Jesús. Lucía, sumamente conmovida por la coincidencia de la lectura evangélica, quiso continuar un rato la oración. Postradas ante el sepulcro de Santa Agueda, prolongaron con fe y confianza sus súplicas. Presa de fatiga, cayó Lucía en un profundo sueño, y en este momento ocurrió la aparición a que alude el oficio de la Santa: la virgen Agueda se presentó a Lucía y, con rostro sereno y alegre, le dijo:
“Lucía, queridísima hermana, ¿por qué pides por intercesión de otra lo que tú misma, por la fe que tienes en Jesucristo, puedes obtener para tu madre? Has de saber que tu fe le ha alcanzado la salud y que, así como Jesucristo ha hecho célebre a la ciudad de Catania por consideración a mí, de la misma manera hará célebre y gloriosa a la ciudad de Siracusa por causa tuya, porque le has preparado una agradable morada en tu corazón virginal”.
Al oír estas pallabras Lucía se despertó. Su corazón, lleno de júbilo y fortalecido con las palabras de la virgen Agueda, no fue capaz de callar por más tiempo sus deseos. Y allí lo reveló todo a su madre.
Eutiquia, conmovida también por el milagro recién obrado en su cuerpo enfermo, contagióse por la intensa caridad de su hija y comprendió mejor dónde se hallaban realmente la riqueza y la dicha verdadera, y decidió seguirla en su camino de desprendimiento, Y, de regreso a Siracusa, pusieron por obra su determinación, empezando a distribuir sus bienes a los pobres.
Esta actitud las delató como cristianas. El joven pagano elegido anteriormente por Eutiquia para su hija, desconcertado e irritado por una conducta que no era capaz de comprender, la denunció como cristiana al prefecto de la ciudad.
Esto bastó para que Lucía fuera detenida. Había llegado la hora tremenda y solemne de confesar ante los hombres su fe en Jesucristo; de demostrar, aun entre los tormentos y la muerte, el amor que le profesaba en su corazón.
Casi todos los juicios sufridos por los primeros mártires tenían parecido preliminar: un diálogo en el que se procuraba convencerlos con razones. Este diálogo era la ocasión de que el mártir, con la asistencia dei Espíritu Santo, hiciera una verdadera apología de su fe, demostrando la verdad y santidad de la doctrina cristiana. El que se celebraran públicamente les daba un singular valor de testimonio y era motivo de nuevas conversiones y de nuevos martirios.
Se entabló, pues, el primer diálogo entre el prefecto Pascasio y Lucía. La dialéctica del prefecto se estrellaba contra la segura firmeza con que la virgen cristiana defendía su fe. Hasta que, agotados los argumentos pacíficos y exasperado el juez, amenazó:
—Tus palabras se acabarán cuando pasemos a los tormentos.
—A los siervos de Dios—respondió Lucía—no les pueden faltar las palabras, ya que les tiene dicho Nuestro Señor Jesucristo: “Cuando seáis llevados ante los gobernadores y reyes, no os preocupe cómo hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que habéis de decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo el que hable en vosotros”.
—¿Crees, pues, que el Espíritu Santo está en ti y que es él quien tu inspira lo que dices?
Ante aquel auditorio pagano la Santa proclama sin miedo el grande e íntimo misterio de la fe.
—Lo que yo creo es que los que viven piadosa y castamente son templos del Espíritu Santo.
Pascasio, sin comprender todo el alcance de estas palabras, le dice:
—Pues yo te haré conducir a un lugar infame para que te abandone el Espíritu Santo.
Con sublime serenidad la virgen responde:
—Si por fuerza mandas que mi cuerpo sea profanado, mi castidad será honrada con doble corona.
Pero Dios no permitió esta profanación. Y cuando los verdugos quisieron arrastrarla, una fuerza superior la retuvo inmóvil. Todo fue inútil. La fragilidad de la Santa, sostenida por la gracia de Dios, resulta más potente que los esfuerzos reunidos de aquellos hombres habituados al uso de la fuerza. El Espiritu Santo defendía con este maravilloso prodigio la pureza absoluta de aquel cuerpo virginal, animado por un alma santísima, que era realmente su morada y su templo.
Ante tal fracaso decidió el juez ensayar un tormento distinto y mandó que allí mismo se la cubriera de pez y resina y fuera rodeada de una gran hoguera.
No temía la Santa la muerte entre las llamas; pero, conociendo que aún no había llegado el momento de dar su vida por Jesucristo, anunció un nuevo prodigio con estas palabras:
—He rogado a mi Señor Jesucristo a fin de que no me dominase este fuego, y he conseguido un aplazamiento a mi martirio.
Desapareció envuelta en las llamas, y, al apagarse éstas, se pudo comprobar que Dios había realizado lo que Lucia predijera: el fuego no le había causado el menor daño.
La conmoción de la muchedumbre fue enorme. En muchos de aquellos paganos se exacerbó el odio, pero en otros empezó en aquel instante el misterioso germinar de la fe. Para Pascasio la gracia fue inútil. Endurecido en su malicia, permaneció cerrado tenazmente al testimonio de fortaleza y santidad de la joven cristiana.
Se acercaba para Lucia el final de su combate. Con gran paciencia se dispuso a soportar los últimos tormentos a que el prefecto mandó que se la sometiera. Y Dios ya no intervino para impedirlos, porque era su voluntad concederle la gracia del martirio. Al fin, atravesada su garganta por la espada, entregó su espíritu al Señor: Era el 13 de diciembre del año 300 de la era cristiana.
Su vida pura y humilde, su caridad y fervor, su entrega plena al servicio de Jesucristo, habían sido premiados con la palma suprema de la virginidad y del martirio. Como discípula verdadera de Jesucristo, llegaba a la gloria del Padre por el mismo camino que su Maestro: camino de sacrificio y obediencia hasta la muerte, que lleva a la resurrección y a la vida eterna.