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El pueblo catalán se echó al monte para defender a España. No fue hace tanto tiempo: sólo 201 años. El 14 de junio de 1808 se libró la segunda y decisiva batalla del Bruc contra los franceses de Napoleón. Allí un joven tamborilero, Isidret Lluçá, pasaría a la historia. El Tambor del Bruc, entre la realidad y la leyenda, sigue hablando con sus redobles al corazón de todos los españoles. ¿Ha olvidado usted esta historia? Pues nunca mejor día que hoy para recordarla. En Cataluña y en toda España.
Después del levantamiento del 2 de Mayo de 1808 en Madrid, la situación de España era caótica. La familia Real estaba presa en Bayona. El poder formal y material había sido ocupado por los franceses. El ejército español se dividía entre quienes preferían sublevarse y quienes, disciplinados, optaban por aguardar instrucciones de la Corona. En diferentes puntos de España, los notables y el pueblo habían promovido la constitución de Juntas que se proclamaban representantes de la verdadera soberanía nacional. Pero apenas si tenían recursos materiales –y menos aún, militares- para apuntalar esa soberanía. Una tragedia.
Napoleón veía todo esto con enojo, pero no con gran preocupación. Lo que a él le interesaba era, sobre todo, neutralizar a España y Portugal para cerrar el paso a los ingleses en el sur del continente. Bonaparte pensaba que en España, como había ocurrido en Italia, el pueblo, o al menos parte importante de él, recibiría a los franceses como a liberadores frente al despotismo de los viejos monarcas absolutos. Se equivocó: los españoles, en todas partes, antepusieron su dignidad y su independencia a otras consideraciones.
Cataluña rechaza al francés.
En el caso concreto de Cataluña, el propósito de Napoleón era más ambicioso: no trataba sólo de dominarla, sino que pretendía convertirla en una especie de protectorado, de marca, como en los tiempos de Carlomagno, para bajar hasta allí la frontera sur francesa. Con ese propósito acantonó gran cantidad de tropas estables, incluidas unidades de sus nuevas posesiones italianas. Parece que las tropas invasoras esperaban recibir de la población un trato cordial. Ocurrió todo lo contrario. Muchos soldados españoles, pese a tener órdenes de colaborar con los franceses, desertaron de sus unidades y se echaron al monte. Centenares de soldados de los regimientos suizos y valones de la Corona española engrosaron el número de los patriotas. Y la propia población civil catalana empezó a agitarse. En Cataluña funcionaba entonces una especie de milicia popular que se llamaba somatén y que actuaba como fuerza de orden en los campos, sobre todo para protegerse de bandoleros y salteadores. En esta hora trágica, el somatén también estuvo entre los resistentes. Así la dominación pacífica que esperaba Napoleón se convirtió, en muy pocas semanas, en un avispero.
Como los demás españoles, los catalanes crean sus Juntas. Primero en Lérida. Luego en Manresa. Ante la rebeldía de la población, los ocupantes adoptan medidas drásticas. Todo ciudadano que se resista a pagar impuestos a los franceses o, aún peor, todo aquel que se haya echado al monte, es tratado como un delincuente. El mando napoleónico comete el grave error de permitir a los soldados excesos injustificables. En Manresa estalla un motín popular. ¿Por qué? Por algo aparentemente menor: una partida de papel timbrado, oficial, donde los franceses, bajo el rótulo habitual de Carlos IV, rey de España, habían colocado el nombre del Lugarteniente General del Reino, es decir, el mariscal Murat. Los manresanos ven el gesto como una usurpación insoportable. Exasperados por semejante ofensa al rey de España, hacen acopio de todo el papel timbrado y lo queman públicamente. Es un gesto de rebeldía popular y nacional que va a disparar los acontecimientos. El pueblo de Manresa lo sabe. También el gobernador, Francisco Codony, que inmediatamente dicta un bando que es un ejemplo eminente de precaución: por un lado, pide tranquilidad; por otro, se dispone para la defensa. Así lo dijo el gobernador:
“Deseoso de que sean escuchadas las ideas manifestadas por el pueblo en el día de hoy, que son las de sostener sus derechos fundados en las leyes con que felizmente ha vivido bajo la dominación de sus legítimos soberanos, he proveído: que retirándose todos los vecinos que con este motivo han manifestado tan dignos sentimientos, se tranquilicen y esperen, que ya se irán dictando cuantas providencias sean necesarias; que los que quieran alistarse se presenten a los sujetos que hoy mismo elegirán los Comunes, dándose a cada individuo útil que tome las armas cuatro reales-vellón diarios (…) Obedecerán las órdenes que les den las personas destinadas para mandarles, con la mayor puntualidad para que se observe el buen orden, que es el fundamento principal del éxito en las empresas”.
Como los franceses no pueden tolerar esta insubordinación, envían una expedición al mando del general Schwartz. La columna de Schwartz no es desdeñable: 3.800 hombres, todos veteranos de otros frentes. Poco habrían podido hacer los somatenes ante esa fuerza. Pero alguien lo supo antes. Alguien cuyo nombre ignoramos, pero que, al ver partir a los franceses desde Barcelona, subió a caballo, galopó, adelantó al enemigo, llegó a Manresa y dio la voz de alarma. Desde los campanarios de todas las iglesias de la zona se tocó a rebato. Los españoles, alertados, decidieron tender una emboscada a las tropas de Schwartz. Lo harían en un paso montañoso: el Bruc.
Hubo suerte: justo antes de que los franceses llegaran al Bruc, el cielo se encapotó, se abrieron las nubes y cataratas de agua se precipitaron desde el cielo. La columna de Schwartz tuvo que refugiarse en Martorell. Era el 6 de junio. Los catalanes aprovecharon muy bien la oportunidad: el cielo les había regalado unas horas preciosas, las suficientes para tomar posiciones. Eran unos dos mil: somatenes de Manresa, Igualada y otras localidades, soldados suizos y valones de la Corona española, desertores de la guarnición de Barcelona. Mandaba el contingente español un patricio campesino, Antonio Franch. Cuando Schwartz intentó franquear el paso, se encontró con una terrible lluvia de fuego. El general no pudo reaccionar: sus tropas huyeron dejando en el campo trescientos muertos y un cañón. La vergüenza era excesiva, de manera que los franceses volvieron a la carga, esta vez con refuerzos y con las columnas divididas. Y aquí fue donde sonó el famoso Tambor del Bruc.
Aparece Isidret.
Había pasado una semana. Los españoles se habían hecho fuertes. No contaban sólo con sus escopetas, sino también con algunos cañones: los suficientes para plantar cara a los franceses cuando, el 14 de junio, los de Napoleón volvieron a asomar el penacho por aquellos parajes. Pese a su voluntad ofensiva, la inferioridad numérica de los españoles ante ese nuevo contingente era pasmosa: prácticamente de uno a dos. Los franceses sólo esperaban el momento adecuado para dar el golpe de gracia. Los españoles no podrían mantener su posición durante mucho tiempo. Pero cuando el fuego de la artillería francesa iba a desequilibrar el combate, un poderoso redoble de tambores llenó las montañas. Por todas partes sonaban tambores. Se diría que desde todos los puntos afluían nuevas fuerzas a engrosar el contingente español. Eso los franceses no se lo esperaban: los refuerzos españoles desequilibrarían el combate. Ante una derrota segura, el francés optó por la retirada.
¿Quiénes eran esos refuerzos del campo español? No había tales. Tampoco había mil tambores: era un solo tambor. Y quien lo golpeaba era un adolescente, un mocito de 17 años que se había sumado al somatén. Su redoble, multiplicado por el eco de las montañas, había creado la impresión de que un formidable ejército acudía al combate.
Aquel muchacho se llamaba Isidret Lluçá Casanovas, era de Santpedor (San Pedro de Oro), al norte de Montserrat, y tocaba el tambor en la cofradía de la Virgen de los Dolores de su pueblo. Cuando los somatenes de los alrededores del Bruc marcharon al encuentro de los franceses, Isidret se sumó a ellos. Y en el momento de divisar al enemigo, comenzó a aporrear su tambor con furia, incansable, hasta que las manos le sangraron. Isidret no vería el final de la guerra: enfermo, de constitución muy débil, flagelado por el hambre de aquellos años, murió pocos meses después. Pero en la memoria de todos los catalanes, de todos los españoles, quedaría aquel gesto, entre histórico y legendario, del niño tambor que con sus redobles frenó al ejército más poderoso de Europa. Hoy, tanto en Sanpedor como en El Bruc, sendos monumentos recuerdan a Isidret y lo que pasó en aquella batalla. Y una leyenda dice: “Viajero, para aquí, que el francés también paró. El que por todo pasó, no pudo pasar de aquí”.
La gesta del Bruc no significó la retirada francesa: volvieron las tropas de Napoleón en mayor número, quemaron pueblos, asolaron todo a su paso. Pero los catalanes ya habían demostrado que plantarían cara a los invasores, y varios jefes de somatén se convertirían muy pronto en guerrilleros. Manresa fue destruida en 1811 por los franceses. Un año después, las Cortes de Cádiz proclamaban solemnemente el “aprecio y gratitud que merecían a la Nación la lealtad, valor y heroico patriotismo” de los manresanos, y se concedía a la ciudad el título de Muy Noble y Muy Leal. Un periodista catalán, Joan Cortada, escribirá medio siglo después, en 1859, que gracias a la Batalla del Bruc se había roto la muralla que separaba a los catalanes del resto de los españoles desde la Guerra de Sucesión:
“Al grito de patria todos se alzaron, sin distinción de edades, de provincias; y si Madrid blasona con justicia de su dos de mayo, los catalanes se ufanan de haber sido los primeros que en campo libre enseñaron a los veteranos de Italia y de las pirámides que en las alturas del Bruch se conocían modos de combatir ignorados todavía por ellos, que eran maestros de la guerra…”.
Fue un 14 de junio. De 1808.
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