La ballena de Santoña


El hecho histórico real sobre el que se ha construido la singular leyenda ocurrió en los años 40’s del siglo XX, en plena posguerra española. En la madrugada del 2 de noviembre de 1942 (aunque algunas versiones lo sitúan el 30 de octubre de 1943) fue avistada a merced de las corrientes de la bahía de Santoña el cadáver de una gran ballena. Un vecino de la villa, Octavio Valle “Tavio”, logró atraparlo con un “chicote” (cuerda de gran grosor de uso marinero). Después fue remolcado por el pesquero “Plus Ultra”, al mando de Manuel Adolfo Muela, hasta vararlo en tierra, en un arenal utilizado para reparar embarcaciones conocido popularmente como el “Cagadero” (actualmente parte de la zona portuaria). Allí se convirtió en una irresistible atracción popular: cientos de personas acudieron a observarlo, hasta el punto de que las fábricas de conservas debieron alterar sus horarios laborales y las escuelas decretaron día de fiesta. El animal, que medía 14 metros de largo y pesaba 16 Tm, fue subastado entre comerciantes santoñeses, vendiéndose al precio de 2.500 pesetas a los industriales Luisa Maza, Hermanos Ambrosio y Vicente Herrería. A continuación se procedió a trocearlo, labor realizada por los hermanos Casimiro y Tomás Bonet utilizando un tronzador. Después, el despiece, efectuado en la fábrica de Luisa Maza, corrió a cargo de Quico el “Cano”, Rufino Salgado y Nido Ruiz, mediante cuchillos proporcionados por Isaac Pila. Todo el proceso fue seguido por numerosos testigos como un auténtico espectáculo en vivo. El reparto del producto extraído del cetáceo se realizó de la siguiente manera: La cabeza fue examinada por biólogos venidos desde Santander, siendo finalmente transportada al Instituto Oceanográfico de la ciudad. La carne, 8.000 kgs. salados para su conserva, fueron repartidos entre Santoña y Laredo (adonde fue transportada por los Hermanos Valmaseda, vendiéndose a 5 pesetas el kilo), aunque la mayor parte fue destinada para consumo del ejército, sobre todo en el cuartel militar de Burgos. Grasas y aceites, por su parte, fueron enviados a Barcelona, destinados a unos laboratorios de productos cosméticos.
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