Foto: Valles Pasiegos
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A la siega me voy madre,
para mí ya ganaré
la hierba queda tumbada,
menos la que queda en pie.
Por San Juan suele ser que comienza esta ardua tarea en las zonas de media montaña como en la que nos encontramos. Un sólo corte dan aquí los prados, quizás en alguna bárcena se pueda segar un segundo, de verde, en el resto será en la derrota de finales de septiembre y octubre donde se aproveche la otoñada. La hierba seca recogida será el sustento durante el largo invierno de todas las vacas de la cuadra. Se empieza picando el dalle, para ello elige el paisano una buena sombra y con paciencia y concentración pica y pica con acompasado ritmo, mojando de vez en cuando el martillo en la lata con agua y vinagre o echando un salivazo sobre el filo. Nos deja el picador absortos con su música hasta que finaliza su trabajo sin haber cuarteado el dalle, saca la pizarra de la colodra, un par de pasadas y a segar. Todo un arte el de segar a dalle, piernas abiertas y ligeramente flexionadas, pasos cortos, espalda arqueada, y buen giro de hombros y cintura. “Nadie se puede casar en esta zona sin saber picar y segar a dalle” (Braulio dice). Por eso vemos a Roberto practicar, aunque me parece que ya lo traía de casa. Una vez el prado desorillado y echada la senda de mojón a mojón para no invadir al vecino, entra la máquina de segar, (la Ajuria, la Hoz o la Trepa) traccionada por la pareja de vacas y conducida por el delantero; el chaval irá sentado atento a pisar el pedal y levantar el peine en caso de que haya una tapanoria, que no se estrague la cuchilla. De vez en cuando ésta cercena alguna rana o estropea un nido de codorniz, después vendrá la cigüeña o el ratonero haciendo limpieza, la cadena trófica no para. A mitad de prado se hace un descanso, se quitan los bozales a las vacas para que merienden y nosotros sacamos la bota y tomamos un bocado al socallo de la lindera, pues aun siendo verano el cierzo viene fresco. Con la ayuda del sol y un par de vueltas, la hierba estará seca y preparada para echarla al carro y llevarla al pajar. Se arma el carro con la puente, las armaduras y el escalerón, posiblemente el prado lo metamos de un par de viajes, los minifundios no dan para más. El paisano horconea la hierba, las mujeres arrastrillan y el chaval a poner y pisar el carro, que quede igualado y bonito. Se le ata con la soga, se le peina con el rastrillo para no perder ni una hierba en el trayecto y al pajar; cuidado de no entornar por el camino. En el pajar se coloca postada a postada bien pisado, durante el invierto se irá mesando con el cachavo y repartiendo a las vacas por las boqueras. Finaliza la recogida de la hierba alrededor de San Lorenzo celebrándolo comiendo el gallo o en su defecto el mejor pollo del corral. Si sería importante la labor que hasta el cura autorizaba públicamente al comienzo del verano el poder trabajar los domingos, con la excepción del día de Santiago Apóstol y el de la Virgen de agosto. Hoy los viejos aperos como el carro, las armaduras, la máquina de segar y hasta el mismo dalle, duermen el sueño de los justos en algún portalón, esperando que algún lugareño o veraneante escaso de leña los despiecen, o si tienen mejor suerte, algún caprichoso o anticuario los pondrá en el jardín del chalet o museo etnográfico. Recientemente he leido la siguiente frase atribuida a Virgilio: “¡Qué felices serían los campesinos si supieran que son felices!” ¿Éramos felices? creo que si, pero quizás no lo supiéramos, por eso intentamos buscar la felicidad en otro lugar. ¿Tendrá esto algo que ver con la despoblación rural?
Empecé con una tonada y finalizo con un poema de José Hierro:
Mi reino vivirá mientras estén verdes mis recuerdos.
Cómo se pueden venir nuestras murallas al suelo.
Cómo se puede no hablar de todo aquello.
El viento no escucha.
No escuchan las piedras, pero hay que hablar, comunicar, con las piedras, con el viento.