A mediados de 1944, Spitzy, que veía la guerra perdida, vino a refugiarse en un palacete que el príncipe Hohenlohe poesía en Santillana del Mar.
Aquel hombretón de casi dos metros, bien parecido, ojos clarísimos, acento extranjero y refinadas maneras que vivía como un monje más en el monasterio de San Pedro de Cardeña y hacía llamarse Ricardo de Irlanda guardaba un siniestro secreto. No sólo no era quien decía ser: estaba refugiado en la abadía trapense huyendo de los tentáculos de la justicia internacional por su oscuro pasado, vinculado a la jerarquía del Tercer Reich. Su verdadero nombre, Reinhard Spitzy, estaba marcado en rojo: los países aliados, que acababan de vencer al monstruo nazi, querían su cabeza. Sabían que se encontraba en España, donde desde hacía años los alemanes tenían una gran red de espionaje de la que él formaba parte, y que sería de gran utilidad capturarle.
Entre la paz de los muros del cenobio cisterciense, a su abrigo físico y espiritual, Spitzy esperaba su oportunidad para huir a Sudamérica. Mientras tanto, perfectamente integrado en la comunidad -trabajaba en el huerto, hacía pan, asistía a misa- se recluía durante horas en su celda para leer y esperar noticias, que le llegaban en forma de cartas o de visitas de cercanos colaboradores. Spitzy se había escondido en Burgos en otoño de 1946. Allí, solo, encerrado, se torturaría muchas veces recordando su infancia y juventud.
Había nacido en Graz (Austria), en el seno de una familia católica. Apasionado de la música, la literatura y la historia, le rebelaba el irrelevante papel de su país, que había llegado a ser un imperio de campanillas. Desde bien pronto quedó deslumbrado por el nacionalsocialismo alemán. Así, con apenas 24 años, se convirtió en oficial de la SS, cuerpo de élite nazi. En 1938 participó en el golpe por el que Alemania anexionó Austria, lo que le costó el exilio de su patria. Rudolf Hess aprovechó su extraordinaria educación y contó con él para el cuerpo diplomático. Su destino fue Londres, a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, futuro ministro de Exteriores del Tercer Reich.
La escalada de Spitzy fue espectacular, y llegó a conocer en persona a Adolf Hitler. El espía nazi contaría años más tarde la confidencia que el Führer le hizo en uno de sus encuentros con motivo de un envío de material para las tropas germanas que apoyaban a Franco durante la Guerra Civil española: «No sé si hemos hecho bien en ayudar a Franco. Es el exponente del capitalismo y de los banqueros. El pueblo está con los socialistas. No creo que podamos confiar en éstos (los sublevados), son conservadores, reaccionarios y aristócratas (…)».
Pese a su fulgurante progresión en las entrañas del aparataje nazi, en 1939 Spitzy lo dejó todo y se empleó en Coca-Cola. Sin embargo, duró poco allí: la guerra era inminente, y sus antiguos jefes le volvieron a reclutar. Él aceptó. Trabajó en Berlín para la Abwehr, unidad de inteligencia militar, leyendo telegramas cifrados, escribiendo cartas, haciendo escuchas… Aburrido, pidió ir al frente, intención que acabó frustrándose. Sin embargo, le surgiría un nuevo plan. El príncipe austriaco Max Hohenlohe, a quien Spitzy conocía de su etapa en Londres, poseía importantes negocios en España y necesitaba una persona que le ayudara en Madrid. Se lo ofreció a su paisano, a quien la idea sedujo rápidamente. Los dirigentes de la Abwehr aprobaron la marcha de Spitzy con el compromiso de que también realizara labores de espionaje para el Reich y que, secretamente, contactara con los aliados. Este encargo, realizado a espaldas del Führer, pretendía ser un intento de detener la guerra, lo que acabaría costando la vida a los dirigentes de esta sección del aparato nazi.
En España
Spitzy aterrizó en Madrid en 1942. La comunidad alemana en España, de unas 30.000 personas que trabajaban para numerosas empresas germanas, estaba controlada casi al cien por cien por el Partido Nazi. Ejecutivo de la Skoda, una de las empresas de Hohenlohe que fabricaba armas y vendía al régimen franquista, Spitzy encontró una buena y apacible vida en Madrid. Conducía un descapotable, asistía a las fiestas de la alta sociedad. La Gestapo, representada en la capital de España por Paul Winzer, jefazo de las SS, sospechó pronto de Spitzy. Algo le decía que no era un empleado al uso. Sin embargo, éste había recibido órdenes de no revelar su identidad ni, por supuesto, destapar su misión de contacto con los Aliados.
Éste se produjo, por fin, en Ginebra, en 1943, adonde Spitzy viajó de incógnito. Sus interlocutores fueron un empresario americano, Tyler, y Dulles, el jefe del servicio secreto norteamericano. Trataron de acercar posturas, pero no hubo acuerdo alguno. Los yanquis exigían la rendición sin condiciones de Alemania. A su regreso, Spitzy, a la espera de una nueva oportunidad de contactar con los Aliados, se centró en su trabajo como ejecutivo de la Skoda, e incluso estuvo a punto de cerrar un acuerdo de venta de armas a la Argentina a través del coronel Carlos Vélez, agregado en la embajada de Madrid.
A mediados de 1944, Spitzy, que veía la guerra perdida, decidió abandonar la capital y refugiarse en un palacete que el príncipe Hohenlohe poesía en Santillana del Mar. A finales de julio se produjo el intento de asesinato del Führer. Entre los conspiradores estaban algunos de los jefes de Spitzy. Pronto su nombre apareció en listas negras. Se convirtió, de la noche a la mañana, en perseguido del régimen para el que había trabajado, amén de enemigo de los Aliados. Oculto en el pueblo cántabro, trabajó como ebanista mientras el Tercer Reich se desmoronaba. Cuando los Aliados entraron en Berlín, poniendo fin a la atroz guerra, la angustia atenazó al espía nazi: los servicios de inteligencia americanos y británicos no pensaban dejar un solo cabo suelto. Y los agentes establecidos en España siempre habían sospechado de él.
En marzo de 1946 recibió el aviso de su amigo Hohenlohe que tanto había temido. Habían localizado a Spitzy. Tenía que huir. Oculto en pequeñas iglesias de los montes cántabros, donde siempre fue ayudado, decidió esconderse en San Pedro de Cardeña. Pero el cerco se estrechaba. Su origen extranjero podría acabar delatándole, así que, tras unos meses de vida en común con los monjes, él y el abad trazaron un plan. Spitzy escenificaría en presencia de otros padres una repentina pérdida de vocación que provocaría su marcha de la abadía. Así lo hizo. Pero no se marchó: se escondió en la torre del monasterio, donde vivió aislado leyendo el “Espasa”, El Lazarillo de Tormes y Peñas Arriba.