La vigilancia nocturna de Santander estaba encomendada a trece serenos, que eran los encargados de atender a los noctámbulos rezagados en la llegada a sus casas y de la seguridad ciudadana por la noche.
Al atardecer aparecían los faroleros y no siempre lograban evitar los frecuentes apagones al no funcionar los faroles de aceite, lo que dejaba muchas veces la ciudad a oscuras. Ello, unido al mal estado del pavimento y la falta de canalones en algunas casas, hacía difícil en días de lluvia transitar por las calles al anochecer si no se utilizaban medios de transporte.
Por la noche se encendían los quinqués de petróleo con su parpadeo de luz tenue y sólo se escuchaba el ruido de los coches de caballos que, de vez en cuando, transitaban por la calle. Ahora se oye el grito de
contestación de algún sereno y, más tarde, el ” iapuyááá!” que llamaba al amanecer a los mareantes.