«Todo esto acontecía en una hermosa mañana del mes de junio, bastantes años…, muchos años hace, en una casa de la calle de la Mar, de Santander, de aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarril ni tranvías urbanos; sin plaza de Velarde y sin vidrieras en los claustros de la Catedral; sin hoteles en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda Segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la Pescadería; el Santander del Muelle Anaos y de la Maruca; el de la Fuente Santa y de la Cueva del tío Cirilo; el de la Huerta de los Frailes en abertal y del Provincial de Burgos envejeciéndose en el Cuartel de San Francisco; el de la casa de Botín, inaccesible, sola y deshabitada; el de los Mártires en la Puntida y de la calle de Tumbatrés; el de las gigantillas el día 3 de noviembre, aniversario de la batalla de Vargas, con lumirias y fuegos artificiales por la noche y de las corridas en que mataba Chabiri, picaba el Zapatillero, banderilleaba Rechina y capeaba el Pitorro, en la plaza de Botín, con música de los Nacionales; el Santander de los mesones de Santa Clara, del Peso público y de Mingo, la Zulema y Tumba-navíos; del Chacolí de la Atalaya y del cuartel del Reganche en la calle de Burgos; del parador de Hormaeche y de la casa del Navío; el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos, que, con bozo en la cara, todavía jugaban al bote en la Plaza Vieja, y hoy comienzan a humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas veneradas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que a ojos cerrados me atrevería a trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que a la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando, con sus recursos, se pretende ofrecer a la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada e insulsa confusión de las modernas costumbres.»
José María de Pereda
Sotileza.Madrid.