Según la historiadora burgalesa María José Martínez, cuenta la leyenda que en el año 412 del nacimiento de Nuestro Señor apareció en el mar un buque con las velas desplegadas, viéronle unos piratas y se propusieron robarlo, abordáronlo y no encontraron a nadie, ni vieron otra cosa que un cofre, y cuando lo quisieron abrir cayeron todos como muertos, de modo que no pudieron abrirlo, aunque se apoderaron del cofre y del buque. Levantose entonces una gran tempestad, empujándolo con fuerza hacia Burgos, y buscaron un ermitaño a quien llevaron al buque y le enseñaron el cofre pidiéndole consejo. Díjoles este que en Burgos había un santo obispo de raza judía, al cual le contaría todo lo ocurrido para que diese su prudente dictamen. Cuando llegaron a visitar al obispo estaba durmiendo y soñaba que había un crucifijo en un barco que flotaba en el mar, y su traza y forma eran las de Jesucristo al morir en la cruz, y cuando el ermitaño y los marineros llegaron a visitar al obispo y le hablaron del barco y el cofre que estaba en él, el cual nadie había visto, recordó el prelado su sueño y mandó que confesaran, y que con la mayor devoción fuesen todos procesionalmente hacia el buque y el obispo con algunos sacerdotes entró en el abrió entonces por sí mismo y el obispo vio allí el crucificjo. Tomole con la mayor veneración, llevándolo al pueblo y la iglesia en donde hoy se halla».
Destaca Martínez, por encima de las leyendas anteriores, las declaraciones que unos procuradores burgaleses realizaron en Mantua durante la celebración de un capítulo general de la Orden de los Ermitaños de San Agustín en 1473: «Un mercader de Burgos, muy devoto de los agustinos de San Andrés, pasó a Flandes. Pidióles le encomendase a Dios en su viaje, ofreciendo traerles algunas cosa preciosa. A la vuelta halló en el mar un cajón a modo de ataúd que, recogido y abierto, tenía dentro de sí una caja de vidrio y en ella la soberana imagen del Crucifijo, de estatura natural, con los brazos sobre el pecho (pues como dijimos son flexibles) pero con llaga en el costado, y las manos y los pies con la rotura de los clavos, como cuerpo humano crucificado. Gozoso el mercader con la preciosa margarita y acordándose de la oferta que hizo a los ermitaños, la cumplió entregándoles el sagrado tesoro que venía escondido en aquella arca; y dicen que al llegar se tocaron las campanas por sí mismas».
En todo caso, el lugar de desembarco fue Santander.