“Estaba pacificada prácticamente toda España salvo la parte de la cordillera norte (el llamado impropiamente Pirineo, hoy Montes Cantábricos), cuyos riscos bañan las aguas del océano. Allí vivían independientes de nuestro imperio dos pueblos muy valientes: los Cántabros y los Astures…, de los cuales el primero era el más esforzado, el más violento y pertinaz en la lucha” (II, 33, 46-47). Esta fue la ocasión escogida por Augusto. Mandó abrir solemnemente las puertas del templo de Jano en Roma.
Concentró un ejército de unas siete u ocho legiones, aunque no estamos seguros si todas a la vez, que en total con las tropas auxiliares correspondían a unos 70.000 hombres, al frente de los cuales puso a sus mejores generales. Y, sin más, se dirigió a Tarragona, la ciudad más importante de Hispania, para proceder a dirigir una guerra exterior espectacular y, al parecer, sin grandes riesgos y con todas las cartas del triunfo en la mano. La experiencia iba a demostrar, sin embargo, lo contrario. La campaña
resultó conflictiva para la salud del emperador, que estuvo a punto de perder la vida,según nos dicen los historiadores Suetonio (August 81) y Dión Cassio (LIII, 25, 5-7), y el poeta Horacio (Carm. III, 14); y las dificultades técnicas fueron muy superiores a lo esperado, hasta el punto de que el ejército romano pasó graves apuros y Augusto tuvo que regresar a Roma sin haberse asegurado antes el deseado triunfo.
Fragmento del Discurso leído por Joaquín González Echegaray en la Recepción del Doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad de Cantabria
14 de marzo de 2013