Lo prometido es deuda. Seguimos con nuestra visita al Monasterio de San Pedro de Cardeña, y ahora nos vamos a fijar en su afamado vino “Valdevegón”.
«Algo cogerá el vino en el Monasterio. Al menos bendiciones le aseguro que se lleva alguna». Resulta difícil explicar, incluso para el propio abad, Jesús Marrodán, qué hace del Valdevegón un vino único. Quizá sea la paciencia, que tan buenos resultados da a la hora de hacer un buen caldo y de la que los monjes son grandes exportadores. O tal vez el único secreto sea la propia tradición que se conserva en este cenobio desde que en plena Edad Media comenzaran a elaborar unos vinos que seguramente llegó a catar el propio Cid Campeador.Ya no cultivan los viñedos como antaño, pero los actuales moradores de San Pedro de Cardeña mantienen intacto el cuidados de los vinos, que comercializan desde hace más de 40 años con desiguales resultados económicos. Diez metros más abajo de donde bulle la vida monática, los vinos van cogiendo aplomo a base de tiempo y de un mimo que solo ellos saben proporcionárselo. Todo el éxito, sin embargo, depende de lo acertado o no de una primera decisión tan compleja como necesaria: la elección del vino joven que servirá como punto de partida. Aconsejados por un enólogo de confianza, eligen ellos mismos la partida, generalmente de Rioja, aunque no descartan otran denominaciones. «Estamos atentos a ver como califican las añadas, a lo que nos dicen los expertos, además de atender a lo que nos dicta nuestro paladar y nuestra experiencia, que también cuenta», explica Marrodán, que fue bodeguero antes que abad. «Además, mis orígenes son riojanos y esto del vino está en mis ancestros», recalca.El camino desde que ese vino joven se convierte en un Valdevegón con solera es muy largo, pero puede recorrerse en los apenas cien metros que tiene la bodega románica. Allí, en un ambiente privilegiado para la crianza vitivinícola, pasará un mínimo de tres años, al abrigo de cualquier sobresalto y con unas condiciones óptimas de luz y temperatura. Nada más llegar, el vino se deposita en cubas de roble americano que se amontonan en la parte más antigua de la bodega, la única que se conserva de la época cidiana. «Es la que tiene un aspecto más recio, con sillería en la pared y ladrillo de tipo árabe. Aunque en las sucesivas ampliaciones se ha respetado el estilo, se van cambios importantes», explica el abad.La cuba servirá de alojamiento durante más de dos años y medio. Cada seis meses, más o menos, hay que trasegar su contenido, para lo cual se deposita el vino en unos depósitos de acero inoxidable, donde permanece el tiempo imprescindible mientras se limpian las cubas y se azufran si resulta necesario, «nunca está más de un día». matiza Marrodán.El enólogo, que además de experto es amigo, tiene la última palabra para decidir cuándo es conveniente pasar el vino al envase de cristal. Nuevamente serán los monjes los que, ayudados por una embotelladora semi automática, harán toda la operación.El cambio de recipiente no significa, sin embargo, que el vino cambie de lugar. Ya en la botella, y apilado con una minuciosidad sobrenatural, seguirá tomando cuerpo y sabor en los llamados dormitorios, donde se almacena vino de cinco cosechas diferentes, distinguibles a simple vista, por la mayor o menor cantidad de polvo que acumulan.Con la misma tranquilidad que se respira en el resto de la bodega, y preservadas también de cualquier olor «que puede trasmitirse a través del corcho», las botellas esperan su hora. No abandonarán ese lugar hasta que la demanda lo requiera. En ese momento los envases se limpian por fuera, se les añade la pertinente etiqueta y se meten en caja para enviarlo a su destino definitivo.Todo este trabajo y el cuidado y mimo con el que se lleva a cabo no tiene, sin embargo, una recompensa directamente proporcional en el capítulo de las ventas. Si en años buenos han llegado a vender 150.000 botellas, llevan varios sin superar las 40.000, un número insuficiente incluso para una instalación pequeña como esta. De hecho, todavía hay existencias de cinco cosechas diferentes, la más antigua de 1995, además de las destinadas a la colección. La proliferación de bodegas, los cambios en los hábitos de consumo y el hándicap de no poder guarecerse bajo el paraguas de una denominación de origen son las causas de un bajón en las ventas que comienza a ser preocupante. «Para colocar este vino en el mercado hace falta mucho trabajo, y nosotros nos dedicamos al latín y al gregoriano, no al márketing», resume Marrodán.A pesar de la escasa propaganda, todavía hay una legión de fieles que no cambian el vino que se hace en San Pedro de Cardeña por ningún otro vino del mundo. «Es que es un Valdevegón», concluye.
Fuente:http://www.cardena.org/ http://www.diariodeburgos.es/