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Segundo Domingo de Cuaresma

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La Transfiguración constituye un momento decisivo en la vida de Jesús. Tiene lugar unos días después del primer anuncio de su pasión y muerte, que había provocado una crisis entre los apóstoles, sumiéndolos en el desconcierto, y después de la instrucción posterior en la que les declara que, si quieren ser discípulos suyos, tendrán que seguir el mismo camino de abnegación y sufrimiento, cargando con la propia cruz. En esta situación, Jesús lleva a los tres discípulos más íntimos a lo alto de la montaña. En el encuentro de Cristo con el Padre se produce la Transfiguración, la manifestación de la gloria divina a través de su humanidad, como una luz que anticipa la gloria de su resurrección. La finalidad es, en primer lugar, preparar a los discípulos para que pudiesen afrontar los acontecimientos de la Pasión y muerte; también confirmarles la divinidad del Señor, y, por último, fortalecer su ánimo para el camino de seguimiento del Maestro, evocando la gloria que seguirá a la cruz y anticipando el Misterio Pascual.
Contemplamos este Misterio y cómo, en Jesús transfigurado, brilla la luz divina que resplandecerá especialmente en la Resurrección. La Transfiguración nos invita a contemplar el misterio de la luz de Dios presente a lo largo de la historia de la salvación que culmina en Cristo. El Padre hace una invitación a los tres apóstoles presentes: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». Escuchar a Jesús significa escuchar su palabra y ponerla en práctica; significa dejar que su luz ilumine enteramente la vida; significa recibir de Él la fuerza para ser sus testigos ante los hombres.
Para vencer las crisis y desconciertos, para superar el escándalo de la cruz, para ser discípulos fieles del Señor, para dar testimonio de Él ante los hombres, son del todo imprescindibles lo que podríamos denominar momentos de Tabor. Momentos intensos de encuentro con Cristo, de experiencia profunda de fe, de luz. Esos momentos de luz ayudarán a superar las oscuridades y sequedades en el camino de la fe y a ser auténticos testigos de Cristo, que no hablan de memoria o de oídas, sino desde la experiencia viva y personal.
La Cuaresma es un tiempo propicio para vivir la unión con Cristo a través de la oración, siendo auténticos oyentes de la Palabra, centrando toda la existencia en la Eucaristía, ofreciendo a nuestros coetáneos un testimonio que transmita la alegría y la belleza de la vida cristiana, y que se convierta en una referencia en el camino que les ayude a encontrarse con Dios.
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube:
«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Mc 9, 2-10

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