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CÓMO VIVÍA UN CHICUCO MONTAÑÉS EN CÁDIZ hacia 1905, por Venancio González

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Espléndida foto de una tienda de ultramarinos finos y coloniales del archivo de la casa Díaz Revilla. La dependencia -chicuco, dependiente, encargado y el dueño con su vástago- forman al pie del cañón detrás del mostrador, bajo para que las marchantas puedan subir la bolsa. En la jamonera que pende del techo no cuelgan perniles, son babuchas, que estaban “de realización”.http://proyectoargantonio2.blogspot.com/2011/04/ultramarinos-en-cadiz_16.html
                                                                               

 El dueño de la tienda se llamaba Primo, pero casi nadie conocía su apellido. Siguiendo una inveterada costumbre entre los montañeses de Cádiz era conocido por el nombre de su establecimiento. Lo llamaban, por tanto, Primo el de Vista Alegre.Al llegar Fulgencio le dio la mano como si fuera un hombre, y además le habló de usted. Con ello presagiaba la seriedad que iban a tener sus relaciones.El forzudo gallego ayudó al chicuco a sacar todas sus cosas del carrillo y subirlas por una empinada y estrecha escalera de madera al altillo.            Era éste una pieza de amplia superficie con cimbreante suelo de madera y techo bajísimo que un hombre normal llegaba a tocar con las manos. No había ventilación directa. Olía a sudor y a jabón. Allí se acomodaban cinco catres, el mismo número de baúles y sillas, varias perchas en las paredes de las que colgaban algunas prendas de ropa, un lavabo de hierro con menguada palangana de porcelana y un pequeño espejo apulgarado por la humedad. Todo ello iluminado por una bombilla de 15 bujías.Éste sería, en adelante, su aposento, compartido con los restantes dependientes de la casa. Era inevitable que se acordara de su casona en la aldea, pero no sintió nostalgia.Una vez que el gallego lo dejó solo observó todo aquello. Colocó lo mejor que pudo las ropas de la cama, se puso su uniforme de trabajo, o sea, la blusa blanca cerrada en el cuello. Con mucho cuidado, para no caerse por la endemoniada escalera, bajó hasta la tienda para presentarse de nuevo al que ya era su jefe. […] Cuando dieron las seis de la mañana tuvieron que zamarrearlo fuertemente para despertarlo. Sólo se despejó por completo cuando sintió el agua fresca en su cara. Aquella tienda no era ni muy grande ni demasiado pequeña. Podríamos decir que era la “tienda de montañés” que pudiera tomarse como tipo entre las de Cádiz. En ella estaban representadas todas las categorías en el rígido escalafón de los montañeses: un chichuco, dos dependientes, un segundo, un encargado y el dueño.El trabajo de Fulgencio era el más pesado y a la vez el de menos responsabilidad. Lo que más hacía era lavar vasos, platos y cucharillas. Por las mañanas, o mejor dicho, por las madrugadas, ayudaba a poner en su sitio todas las sillas que por las noches habían colocado encima de las mesas. Después tenía que limpiar con polvos de tiza los cristales de las puertas y una serie de espejos colocados caprichosamente en los sitios más inverosímiles. También tenía que llevar los servicios que pedían de los puestos del próximo mercado y hacer todos los recados. Gracias a esto iba conociendo la ciudad.Le extrañaba mucho cómo hablaba la gente. Al principio no entendía lo que le decían. Además de que hablaban muy de prisa, aquella forma de pronunciar no era la que le había enseñado don Luis. Su jornada de trabajo hoy nos parecería inhumana, y con mucha razón. A las seis de la mañana era despertado. Después de un somero aseo se abría la tienda y empezaba el despacho, mientras la dependencia desayunaba un abundante café con leche acompañado de buena cantidad de churros, recién fritos en un puesto inmediato. A la una, la comida, compuesta por lo que llamaban, “sota, caballo y rey”. O sea: sopa, cocido y pringada. Además un plato de pescado o bistec, con furta o queso de postre y vino tinto.Existía la costumbre, en la mayoría de las tiendas, de que si alguno no quedaba satisfecho después de haber comido todo lo que le ponían podía pedir lo que quisiera y la casa lo pagaba. Esto no ocurría casi nunca, pues los sacrificios laborales se compensaban con la abundancia gastronómica.Después de la comida amainaba mucho el trabajo, reducida la clientela a los que se pasaban toda la tarde tomando un solo café que se jugaban a las cartas o al dominó. Era cuando empezaba la siesta, que se hacía en dos turnos de hora y media cada uno. A las cinco volvía a aumentar la clientela y toda la plantilla volvía a estar otra vez en plan de trabajo hasta las doce de la noche, hora en la que se cerraba, con el único intervalo de la cena, que entonces se hacía a las siete de la tarde.                      Los domingos y fiestas de guardar había una ligera diferencia. La dependencia se levantaba un cuarto de hora antes aunque la tienda se abría media hora después. El motivo era la asistencia a la misa de seis del “Hospitalito". La pequeña capilla del Hospital de Mujeres, en la calle del mismo nombre muy cerca del mercado.La gente la llamaba “la misa de los montañeses”. Por su hora, era la apropiada para que cumplieran el precepto dominical los que trabajaban en establecimientos de bebidas y comestibles de las inmediaciones.

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