El Puente de Vargas

El puente de Vargas desde el norte dirección a la Catedral.

Hacia 1861 La Ribera era una calle con casas sólo en su lado norte, casas cuyas fachadas traseras daban a la calle de La Blanca. La Ribera estaba delimitada por el puente que unía las pueblas Alta y Baja, al oeste, y por la casa de la Aduana (situada donde hoy está la delegación de Hacienda; segunda foto, de 1912), al este. El nombre de “La Ribera” ya lo tenía esta calle a mediados del siglo XVI hasta que en 1930 se le cambió por el de “Juan José Ruano de la Sota”, en recuerdo del destacado político. Pese al cambio de nombre, la gente la seguía llamando La Ribera. En 1927 el Ayuntamiento quiso ponerla el nombre de “Marqués de Estella”, pero prevaleció el criterio de no cambiar los nombres arraigados en la tradición y la historia local, recuperando así su nombre original.

Como desde sus orígenes siempre había estado ligada a la actividad marítima, y por su cercanía al Muelle y a la dársena, en ella tenían sus despachos muchas corredurías y escritorios de comercio y navegación y almacenes de pertrechos navales, lo que daba al lugar un aspecto muy peculiar. Entrado el siglo XX, La Ribera era un muestrario de galerías acristaladas y de miradores. Por ella circulaba un tranvía de mulas (primera foto, de 1877) que fue sustituido por uno eléctrico, y también por ella circularon los primeros automóviles que se vieron en Santander.

A La Ribera, por su parte occidental, junto al puente, daba la calle de Atarazanas. Donde hoy en día empieza la avenida de Calvo Sotelo estaban las atarazanas de galeras o almacenes de pertrechos para las armadas reales. Sobre las ruinas de las atarazanas Juan de Isla y Alvear construyó sus almacenes para el aprovisionamiento de los navíos que construía en Guarnizo. En Atarazanas estuvo la Plaza de la Dársena, en cuyo solar se construyó el actual edificio de Correos. Paralela a la calle de Atarazanas estaba la de Colón, que tuvo sus orígenes en una estrecha vía que quedó entre las edificaciones de la parte norte de Atarazanas y las del sur de San Francisco cuando los herederos de Isla y Alvear construyeron en sus solares.

Sin ninguna duda, el elemento más característico de La Ribera era el puente, construido para unir las dos pueblas y salvar el arroyo de Becedo. En él tuvieron lugar diversas contiendas en la Edad Media entre los vecinos de ambas pueblas. Pese a que tanto la dársena como el arroyo fueron rellenados, el puente se conservó y bajo él, en lugar de quechemarines y pinazas, ahora pasaba el intenso tráfico de la ciudad. Cuando en 1831 se quiso sustituir el puente, el arquitecto Cristóbal de Bernaola dijo: “Su disposición artística es tan tosca y antigua, que más parece construcción de los bárbaros y silingos que de los tiempos posteriores”.

Cuando Bernaola presentó su informe, el puente era de mampostería, el arco de figura peraltada, arrancando desde el mismo suelo de la calle inferior, dejando apenas espacio para el tráfico y presentaba un lamentable aspecto de ruina, con grandes grietas, por lo que se decidió su demolición y reedificación. Debido a que el Municipio no disponía de recursos suficientes para acometer una obra de tal magnitud, se optó por construir un puente de madera, empezando su construcción en 1832. Se subastó la obra y le fue adjudicada a don José López Bustamante en la cantidad de 28.086 reales.

Cuando las obras ya estaban adelantadas, los propietarios de las casas colindantes denunciaron las obras y también se detectaron notables diferencias en los niveles de las calles que unía el puente. El arquitecto don Diego del Castillo inspeccionó las obras y encontró una serie de errores respecto a la altura, el pavimento y otros elementos de la construcción que hubieron de rectificarse. Sin embargo, las obras se suspendieron mientras se consultaba a la superioridad, recibiéndose, en abril de 1833, una Real Orden que disponía que las obras debían concluirse. No obstante, el Ayuntamiento se desentendió del asunto, pues “la obra es perjudicial en la forma y modo en que está comenzada […] según todos los informes y juicio de los inteligentes consultados”.

Los acontecimientos políticos de la época acallaron el pleito entre los constructores y el Ayuntamiento, y seis años después se planteó la cuestión de retirar el puente de madera para construir un puente de gran porte dada la importancia del lugar. Don Felipe Díaz, alcalde de la ciudad en aquella época, opinó que “habiendo un fondo procedente de donativos hechos por los montañeses de Ultramar” se destinasen a un recuerdo a la Batalla de Vargas (1833). Se decidió construir un puente de piedra según un proyecto presentado por don Antonio Zabaleta, con un presupuesto de 110.000 reales de vellón, empezando las obras en abril de 1840. Fueron recibidas oficialmente el 13 de marzo de 1841

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