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La caza de la ballena franca

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El primer documento referido a la caza de la ballena en el norte de España procede del Cartulario de Santa María del Puerto de Santoña, del año 1190. El breve texto reza así: “Yo Durannio, prior de Najera… compadeciéndome de la penuria de los pobres clérigos de Puerto (de Santoña), restituyo las primicias del pescado a todos los clérigos, excepto las de la ballena, para que las posean para siempre con derecho hereditario”.

La Ballena franca Eubalaena glacialis se estuvo cazando en la costa cántabra, al menos a lo largo de ocho siglos hasta su extinción. Esta ballena se reproducía en el mar del norte y océano glacial ártico, emigrando a las costas de África y la Península ibérica para invernar. Es entonces cuando los aguerridos pescadores del norte de España las acosaban desde sus chalupas logrando darles muerte.

En Cantabria, las villas de San Vicente de La Barquera, Castro Urdiales y Laredo, llevan en sus escudos como emblema la ballena. Pero también se cazaban en Santoña, Quejo, Santander, Comillas… prácticamente cualquier punto de la costa donde se amarraban barcos y se dedicaban a la pesca, acosaban las ballenas en cuanto se brindaba la ocasión.

En el ámbito del actual Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, un puesto ballenero importante era Quejo, las conocidas playas de isla. La caseta que actualmente puede verse adosada a la ermita de San Sebastián, en un entorno rotundamente urbanizado, era el almacén y albergue expresamente construido para su uso por los balleneros, cuando el lugar era un bello prado con encinas al borde del mar. Y en la contigua playa de El Sable, pocos imaginan que se varaban las ballenas para descuartizarlas, y que sus huesos permanecen enterrados desde hace siglos, ahora bajo los cimientos de los actuales hoteles.

Mientras que en Santoña, este tipo de local, que era conocido comúnmente como “casa de las ballenas”, se localizaba junto a la actual plaza de toros.

El desarrollo de esta caza desde chalupas de unos ocho componentes, entre remeros, arponero y timonel, tenía algo de épico. Una vez avistada la ballena cerca de la costa, había que remar fuerte, con o sin ayuda de vela, hasta darle alcance. Entonces, con el mayor sigilo, ponerse a su lado, para hundir en su cuerpo tantos arpones como fuera posible. Estos arpones iban unidos a una estacha muy larga con objeto de no perder ya el contacto con el animal, que en la mayoría de los casos huiría en profundas zambullidas con la chalupa “surfeando” detrás.

En ocasiones, el animal escapaba más o menos indemne. Cuando no era así, procedían a rematarlo con grandes cuchillas de evocador nombre: sangraderas. Tras ello lo arrastraban a la costa remando fuerte con las chalupas. El sitio de varamiento solía ser una playa o una rasa de roca en rampa, donde quedaba el cuerpo del cetáceo aprovechando la bajada de la marea, tiempo en el cual se la troceaba para destinar sus diferentes partes a numerosos usos. Si bien, lo más cotizado era la grasa, muy fluida y que se utilizaba para alumbrado.

En el siglo XVIII ya escaseaban las ballenas francas en el Cantábrico, matándose las últimas a finales del XIX y comienzos del XX. Actualmente, esta especie de ballena solo se encuentra en las costas norteamericanas, en número de unas cuatrocientas, amenazadas por choque contra barcos, enredamiento en artes de pesca e ingesta de plásticos. El calentamiento del mar puede ser la puntilla para la especie, pues precisa de aguas algo frías para encontrar su alimento: millones de minúsculos crustáceos y peces que ingiere con ayuda de sus barbas, láminas córneas a modo de filtro que insertas en su mandíbula superior.

Tomado de https://redcantabrarural.com

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