SDR EN LA RED

III Domingo del Tiempo ordinario

Ser amigo de Jesús supone siempre un riesgo. Así lo hace ver el arresto de Juan el Bautista. La cristofobia, que también hoy por desgracia padecemos, estaba ya activa entre los que entonces no recibieron al Mesías. Por eso Jesús tiene que tomar precauciones y alejarse del peligro. Ésta, de momento, no es su hora; aunque la suya no tardará en llegar. Ésta es la hora de Juan, su precursor también en la persecución y la muerte. Jesús tiene, por ahora, una misión que cumplir: anunciar el reino de Dios invitando a la conversión. Y eso es lo que hace en Galilea, según el texto evangélico. Es allí donde realiza un misterio de luz, como recordamos cada jueves en el Santo «El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló».
Todo comienza en realidad de un modo bastante desconcertante. Según parece, no estaban previstos los hechos, tal y como sucedieron. Quizás hubiera sido mejor comenzar su predicación por Judea. Pero el arresto de Juan lleva a Jesús a la Galilea de los gentiles, lugar poco apropiado por ser considerado por los judíos tierra de paganos. Sin embargo, no debía ser tan inapropiado en los caminos de Dios, porque, de hecho, ya el profeta Isaías la había señalado como la región en la que comenzaría una misión universal y abierta a todos. Además, aquella tierra de gentiles dio una espléndida cosecha: de allí salieron los primeros discípulos a los que Jesús asoció a su ministerio no sólo como compañeros de camino, sino también como aquellos que continuarían su misión, como testigos de su resurrección, animados por el Espíritu Santo en la Iglesia.
Fue, en efecto, en esa tierra elegida donde se manifestó por primera vez el atractivo divino y humano del Hijo de Dios, ése por el que hombres y mujeres de todos los tiempos y de todas las edades y razas lo dejan todo, y le siguen. Ven y sígueme…, y os haré pescadores de hombres. Tal llamada y tal promesa se hacen irresistibles para Pedro y Andrés, Santiago y Juan…, y para una multitud que nadie podrá contar, que normalmente tiene rostro juvenil: son todos los sacerdotes, consagrados y laicos que siguen al Señor por el camino de su vocación, que siempre es camino de santificación.
Pero, hasta dar el paso del seguimiento, los apóstoles y todos los demás hemos tenido que escuchar y pasar por el corazón las palabras de Jesús: «Convertíos, porque ha llegado el reino de los cielos». Nadie se convierte en seguidor de Jesucristo, si antes no ha entrado, con el corazón convertido, en la vida nueva del Reino, esa que nace del amor de Dios y se vive en la filiación divina. Sólo por el don de la conversión sostenida se crece en la vida cristiana y se participa de lleno en la misión de Jesús. Primero, hay que acoger el Evangelio y, sólo a partir de ese primer paso, seremos testigos de una vida sana y feliz, de una vida santa.

+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia
Evangelio
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló». Desde entonces, comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos».
Pasando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente, dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente, dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
Mateo 4, 12-23
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