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La leche que nos crió

El nacimiento en 1930 de la cooperativa lechera SAM marcó un hito en la historia de la industria láctea española. Gracias a esta iniciativa y a la presencia de otra gran fábrica como Nestlé, Cantabria mantuvo durante décadas una incontestable hegemonía en la distribución de leche y derivados lácteos. La pujanza de aquel proyecto cooperativista y la visión de los hombres que la hicieron posible, entre los que destaca el entonces canónigo de la catedral de Santander, Lauro Fernández (Don Lauro), se describen en un libro de Pedro Casado sobre la historia de SAM.

A diferencia de las otras comunidades de la España Verde, Cantabria no ha sabido llegar al siglo XXI con un presencia relevante dentro de la industria láctea nacional. Las fábricas de envasado más importantes de la región son de capital foráneo, y tan sólo sobreviven como netamente cántabras algunas pequeñas industrias con producciones modestas.
No siempre fue así, como oportunamente viene a recordarnos un libro sobre la historia de una experiencia cooperativa que marcó un hito en la historia láctea española: la cooperativa lechera SAM. Escrito por quien fuera durante muchos años director técnico de la fábrica de Renedo, Pedro Casado Cimiano, con la colaboración de otros dos antiguos empleados de la cooperativa, Jesús Aguayo y Francisco Sáinz, el libro recorre las diversas etapas de una iniciativa que convirtió a Cantabria en el punto de referencia de la industria láctea nacional durante mucho tiempo.

“Una idea de curas”

En el proceso de creación de la cooperativa tuvo un peso determinante la personalidad de su principal promotor, el canónigo de la catedral de Santander Lauro Fernández. De él y del entonces presidente de la Federación Montañesa Católica Agraria (FMCA), el notario José Santos, surgió en 1929 la idea de canalizar a través de una cooperativa la venta de la leche que producían los ganaderos asociados a los Sindicatos Agrícolas Montañeses, una organización impulsada por la Iglesia católica en una época en que las parroquias rurales tenían una fuerte influencia en el tejido social del campo cántabro.
El objetivo era liberarse del sistema de cupos impuestos a los ganaderos por Nestlé y algunos otros recogedores ante el desbordamiento de la oferta que se produjo con la introducción de las nuevas razas vacunas de leche. Los ganaderos aspiraban a que la leche se pagase mejor pero, sobre todo, a tener la seguridad de poderla vender, algo que resultaba incierto en las cuencas del Pas, del Pisueña y Trasmiera, las zonas de más producción.
Si el impulso cooperativo resultaba revolucionario en esa época, el modo como se articuló la idea resulta aún más representativo de la audacia y de la capacidad de anticipación de sus promotores.
El proyecto perfilado por Don Lauro y José Santos estaba claramente dirigido a la venta de leche en Madrid, pero para llegar a la capital era preciso disponer de un envase manejable, resistente y que no necesitase retorno, algo impensable con las tradicionales ollas en que se llevaba la leche de ordinario. Una revista extranjera les puso en la pista de lo que podía ser la solución: un envase de papel parafinado patentado por una firma norteamericana.
La decisión de llevar hacia delante ese proyecto fue tal que, incluso antes de contar con los fondos que permitirían acometerlo, una delegación de la Federación sindical se trasladó a Nueva York para negociar la patente y la compra de la maquinaria para la fabricación de envases. Aquello suponía una inversión de 1.200.000 pesetas, una cantidad astronómica para la época, que se obtuvo a través de un crédito otorgado por el Banco de España para el que hubo que movilizar como avalistas a los ganaderos de la cooperativa. En esta tarea de captación de avales fue especialmente eficaz la labor de Don Lauro y de los sacerdotes de la provincia, sobre los que tenía un gran ascendiente tras la labor realizada durante cerca de cuarenta años en el Seminario de Corbán, donde había sido profesor y rector.
Este proceso, lleno de voluntarismo, se alejaba mucho de los patrones clásicos para la puesta en marcha de una industria, tal y como lo describe Casado Cimiano: “La maquinaria para la pasterización de la leche, la patente del envase y la maquinaria conllevaban unos compromisos de pago muy inmediatos y se carecía totalmente del capital necesario para hacerlos frente, para adquirir el terreno y para construir la fábrica. Es decir, no había nada, excepto buenas intenciones y confianza en la divina providencia. Por eso –concluye Casado– yo siempre digo que era una idea de cura”.
Con o sin el socorro de la providencia, lo cierto es que la movilización del clero para conseguir los fondos dio resultado, hasta el punto de que en marzo de 1932 se inauguraba la fábrica SAM de Renedo y en agosto de aquel mismo año se enviaba el primer camión de leche pasterizada a Madrid en envases de cartón parafinado de un litro y un cuarto de litro, no retornables.
Para apreciar mejor lo avanzado de esta tecnología hay que tener en cuenta que hasta 1969 se siguió vendiendo en España la leche a granel y sin higienizar. Ese año se reguló la creación de centrales lecheras para los núcleos de más de 25.000 habitantes.
Tardaría muchos años en convertirse en práctica común de la industrias lácteas lo que SAM había conseguido en 1932, de lo cual también había muy pocos precedentes en Europa.
La iniciativa de SAM tuvo una gran resonancia en Madrid, donde se abrieron puestos de venta en distintos barrios. Esta buena acogida estuvo ayudada por el hecho de que la leche de la cooperativa cántabra se vendía a 0,90 pesetas el litro, cuando el precio de la mejor leche de Madrid, sin las garantías de pureza que daba el envasado, no era inferior a 0,85 pesetas.
El impacto fue aún mayor cuando, un año después, se empezó a comercializar el batido de leche con cacao en envases de papel parafinado de 1/4 de litro, conocidos popularmente como Donlauros. El éxito de este producto fue tal que, como recuerda Casado en su libro, se formaban largas colas ante el puesto que SAM abrió en la calle Martillo de Santander en 1933, que tenían que ser ordenadas por agentes del orden público.

El Pacto de la Perra Gorda

No obstante, la trayectoria de la empresa estuvo plagada de dificultades en esos primeros años. El hecho de que Nestlé se negase a recoger la leche a quienes también se la entregaban a SAM provocó que ésta se viese desbordada por las aportaciones de leche de sus socios, dado que se había comprometido a recoger cuanto llevasen. La imposibilidad de dar salida a un volumen de leche muy superior al que por entonces vendía provocó una grave crisis, que sólo pudo solucionarse a través de una bajada de precios. Los ganaderos renunciaron a diez céntimos en cada litro (el llamado Pacto de la Perra Gorda) –y durante algún tiempo llegaron a hacer entregas sin cobrar– hasta que los directivos de la cooperativa consiguieron encaminar la situación. Aún complicaba más las cosas el hecho de que las devaluaciones de la peseta durante aquellos convulsos años de la vida española multiplicase el endeudamiento que la compañía había asumido para poder comprar la tecnología en el exterior, lo que obligó a hipotecar la fábrica.

Años de hegemonía

A pesar de las dificultades, en los cuatro años que transcurrieron desde su creación hasta el comienzo de la guerra civil, SAM completó su catálogo histórico de productos. A la leche pasterizada y el batido de cacao se añadieron las leches en polvo y condensada, la mantequilla y, especialmente, los productos dietéticos infantiles, que fueron una de las bases de su hegemonía en el mercado lácteo español durante muchos años.
Con la elaboración de los productos infantiles diseñados por el asesor médico de la Cooperativa, el doctor Guillermo Arce, SAM se convertiría en competidora directa de Nestlé, la otra gran industria del sector ubicada en Cantabria. La suma de ambas convirtió a la región en la proveedora láctea por excelencia del país durante varias décadas. “SAM y Nestlé –subraya Pedro Casado– alimentaron a los niños de la posguerra. En los años 50 y 60 prácticamente toda la población infantil de España crecía con la leche condensada y los dietéticos fabricados en la región”.
Una vez superada la difícil etapa de la posguerra, llegan los años de mayor esplendor de la cooperativa cántabra, que abre delegaciones en toda España. La fábrica reúne una gran gama de productos dietéticos (leches maternizadas, albuminosa, harina lacteada, babeurre) y la recogida de leche se duplica de década en década. Los 15 millones de litros de 1950 se convierten en 33 diez años después y en 66 millones en 1970. El número de asociados también sube de manera espectacular, y en 1960 la cooperativa tiene ya 13.224 socios, diez mil más que los que iniciaron la aventura treinta años atrás.
Sin embargo, a pesar del éxito comercial de los productos de SAM y de la enorme incidencia social de la cooperativa en la región, se estaban incubando las causas que la llevarían al declive en la década de los setenta.

Falla la gestión

El liderazgo de SAM en todos los mercados y la extraordinaria acogida de sus productos supuso para sus asociados importantes ingresos por la vía del retorno cooperativo de las ganancias y las numerosas obras sociales sufragadas por la firma. Sin embargo, la propia cooperativa adolecía de un defecto –la carencia de tesorería– que resultó decisivo cuando el sector comenzó a plantear nuevos retos que exigían agilidad de respuesta y capacidad de inversión.
La llegada en tromba de multinacionales de dietéticos infantiles al mercado español en la segunda mitad de los setenta, encontró a SAM con una red comercial anticuada y sin capacidad de respuesta. La falta de recursos impedía a la empresa cántabra contratar visitadores médicos, por lo que empezó a perder cuota con rapidez. Por otro lado, la leche esterilizada, de larga duración, comenzó a desbancar a la simplemente pasterizada en los hábitos de los consumidores. La imprevisión de SAM en este punto, justificada por sus directivos en una carencia de recursos para hacer las fuertes inversiones que se precisaban, determinaría el declive final de la factoría, anclada en la fabricación de productos en retroceso como la leche fresca, en polvo y condensada (los dietéticos dejó de fabricarlos en 1975).
La falta de capitalización y las limitaciones de aquel modelo cooperativo, con una gestión cada vez más dependiente de políticos y ganaderos sin suficiente experiencia empresarial, puede explicar la deriva final de la fábrica hasta la integración en 1977 en Lactaria Española (LESA), el grupo de empresas lácteas pertenecientes al INI.

De LESA a Iparlat

El desembarco de la empresa pública, tras el acuerdo al que llegó con la cooperativa para formar la nueva Lactaria Montañesa SAM, supuso importantes cambios en la planta de Renedo que, tras las necesarias inversiones, se orientó hacia la botella de litro y medio de leche esterilizada con la que desde entonces comenzó a identificarse la factoría. También se decidió crear en Renedo un Centro de Investigación y Desarrollo que daría servicio a las diez plantas que el Grupo LESA tenía repartidas por todo el país. Este Centro, que estuvo dirigido por Pedro Casado, autor del libro, desarrolló más de cien productos lácteos para el mercado nacional.
SAM mantuvo inicialmente una participación mayoritaria (un 65%) en la sociedad anónima creada para gestionar la factoría pero las ampliaciones de capital que resultaron necesarias para paliar las pérdidas de la planta recortaron rápidamente su participación en la nueva empresa. Ante la imposibilidad de la cooperativa para cubrir su parte en metálico, llegó a ceder el uso de la marca SAM.
La cooperativa se desvinculó poco a poco de la actividad envasadora y se recondujo hacia los servicios al ganadero, lo que culminó con la construcción en 1986 de una fábrica de piensos que ha dado desde entonces buenos rendimientos económicos.
Al comienzo de los noventa, la cooperativa consiguió sanear sus cuentas, pero la necesidad de atender las pérdidas de la Lactaria Montañesa SAM, en cuyo capital mantenía un 35%, provocó que el balance se cerrase con pérdidas. Tras varios intentos de involucrar al Gobierno cántabro en la recuperación del control de la factoría y negociaciones con otras industrias lácteas como la asturiana Clas, la cooperativa optó por desvincularse definitivamente de la fábrica, acordando con LESA que el grupo público absorbiese su participación accionarial.
Eso no fue suficiente para estabilizar la situación económica de la cooperativa, que siguió renqueando hasta la llegada del grupo vasco Iparlat, que en 1996 adquirió la planta de Renedo al INI. A ese renovado proyecto para impulsar la envasadora se sumó de nuevo la cooperativa, que volvió a adquirir una pequeña participación en el grupo y, por tanto, a vincularse al envasado. Sin embargo, en ese reparto de activos de la empresa pública se acabaría perdiendo la marca SAM, que fue comprada por una firma gallega ante el inexplicable desinterés de Iparlat por la que entonces era la segunda marca de LESA y de la que se vendían cerca de 80 millones de litros al año.
La trayectoria de la planta de Renedo, rebautizada como Andía Lácteos por Iparlat, forma parte ya de la historia más reciente de la industria láctea en Cantabria, de la que se ha convertido en punta de lanza, junto con la planta de Frixia comprada por Pascual.
La vinculación de la cooperativa SAM con la fábrica que creó hace tres cuartos de siglo pervive a través de su participación en el Grupo Iparlat, al que se han sumado otras dos cooperativas cántabras, Valles Unidos del Asón y Virgen de Valvanuz. Juntas han comenzado a impulsar un nuevo proyecto en el que participa el Gobierno cántabro: la implantación en el mercado de una marca de leche cántabra, Altamira, con la que aspiran a cubrir el hueco dejado por la histórica SAM.

Fuente: cantabriaeconomica

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