SDR EN LA RED

XIX Domingo del Tiempo ordinario

Ánimo, soy yo, no temáis






Mientras leemos este Evangelio, no pasemos por alto un detalle: Jesús no va en la barca, pero está pendiente de ella. Y no va, porque está en otro menester: se queda para despedir a la gente y para rezar; es decir, tiene que cuidar las relaciones humanas y divinas. Mientras Él hace eso, la barca se adentra en el lago y se hace de noche. Todos esos detalles, y los de después, los cuenta Mateo, al parecer, teniendo ya en cuenta la aún corta, pero intensa, experiencia de la Iglesia, pues ya han sucedido acontecimientos difíciles que la han puesto a prueba: el martirio de Esteban y de Santiago en Jerusalén, y quizás también de Pedro y Pablo en Roma; se ha desatado una gran tempestad y toca interpretar todo eso a la luz de las enseñanzas de Jesús. Pues bien, si Mateo pudo hacerlo, también nosotros lo haremos con él. Interpretaremos nuestra travesía por el mar del mundo a la luz de este relato. También nosotros tenemos derecho a situar nuestra experiencia cristiana en ese mar en el que Jesús, como hizo con los apóstoles, nos pide que naveguemos. El mar del mundo es el lugar de nuestras faenas. Es en él donde cada uno, y siempre en la barca de la Iglesia, compartimos la fe y la ofrecemos, en nombre de Jesús, a las gentes que vamos encontrando en las orillas a las que la barca nos lleva.

Es evidente que las rutas por las que hoy navega la barca de la Iglesia no son en absoluto fáciles y tranquilas. Al contrario, siempre, de un modo u otro, se va encontrando con un viento contrario que produce un fuerte oleaje, que la sacude, a veces incluso con violencia, y la pone en peligro. Los ataques externos, los más directos y los más sutiles, la castigan; y las infidelidades internas la debilitan y la ponen a la deriva. Y por el miedo, también hoy se confunde a Jesús con un fantasma y se olvida de que Él está siempre pendiente de la barca. Muchos, en este mar revuelto, interpretan a Jesús a imagen de sus fantasías. Olvidan que en los tiempos difíciles, en los que hay tantos vientos contrarios, es necesario apoyarse firmemente en el Señor, pues sólo Él nos fortalece ante las dificultades: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo.

áen no perder nunca de vista que ha sido el Señor quien nos ha mandado subir a la barca y navegar, el que se acerca a nosotros cuando estemos en peligro, el que nos dice Ven y nos invita a caminar sobre las aguas como a Pedro, y también el que nos reprocha nuestra poca fe, tras haber tenido que salvarnos del hundimiento y de la duda. En todo momento, nuestra fe ha de fortalecerse con una identificación personal de Jesús. Y eso sólo sucede si le conocemos en la fe común de la Iglesia, que, por cierto, no ha cambiado nunca, desde que los de la barca, postrándose ante el Señor, le dijeron: Realmente eres Hijo de Dios. Cuanto más sólida, íntima y cierta sea esta confesión, más profunda será nuestra fe, y también será más fecunda en el amor al Señor y a los hermanos.

+ Amadeo Rodríguez Magro

obispo de Plasencia

 

Evangelio

Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche, se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús.; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «¡Señor, sálvame!” Enseguida Jesús extendió la mano, le agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».

 

Mt 14, 22-33

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