A la caída de la tarde, Puerto Chico presentaba una gran animación; era la hora en que las traineras traían el pescado, y la gente conocida de la ciudad, que volvía del paseo para ir a rezar el rosario a la iglesia de Santa Lucía, se entretenía, para hacer tiempo, viendo llegar a las barcas. Las mujeres de los pescadores se metían las faldas entre las piernas, bajaban con los pies descalzos unas escalerillas de piedra, y con un cuchillo abrían las entrañas a los pescados, y metiéndoles las manos tiraban las tripas al mar; al concluir la limpieza quedaba un gran trozo de agua al lado de las barcas teñido de sangre.
Las campanas de la Almotacenía repicaban sin cesar; aquí se pesaban en grandes básculas los bonitos y los capachos de sardinas; muchas veces había discusiones y peleas; dos pejinas se pegaban con saña y ferocidad, se arrancaban el pelo y concluían por arañarse la cara.
Estos insultos y discusiones interminables los oía con frecuencia. En frente de la huerta de mi casa estaba el barrio de Tetuán; a los hombres se les oía poco, pues dormían o estaban en la taberna; pero las mujeres no había día que no riñeran y discutieran con una riqueza de palabras que para sí la quisiera la Academia de la Lengua
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