«No éramos los propietarios. Si lo hubiéramos sido, nunca se habría tirado el teatro», dicen Juan Calzada y Gerardo Mazorra al cumplirse 50 años de la demolición
- El Diario Montañés
- ÍÑIGO FERNÁNDEZ
Juan Calzada Hijo del empresario «Si hubiera aguantado un poco más, con la mentalidad de unos años más tarde, ya nunca se habría tirado Gerardo Mazorra Antiguo empleado «Aquel verano actuó la compañía de Tony Leblanc, hubo actuaciones del FIS y lo último fue una charla del Padre Cué»
SANTANDER. Nadie se explica cómo pudo ocurrir. Nadie se explica que no se hiciera nada por evitarlo. Pero, sí, hace cincuenta años, en el verano de 1966, Santander permitía que su instalación cultural más emblemática fuera demolida, y que su escenario, sus camerinos y sus butacas terminaran en el suelo para construir, en su lugar, un edificio de viviendas. Estos días se cumplen cincuenta años de la demolición del Teatro Pereda. Todavía hay santanderinos –muchos– que lo recuerdan. Y todavía hay santanderinos que lo lamentan.
«No éramos los propietarios. Si lo hubiéramos sido, nunca se habría tirado el teatro», confiesa Juan Calzada. Habla de su familia –su padre y su abuelo– que gestionó el teatro desde 1943 hasta su cierre, aun sin ser dueña del edificio, y que llegó a tener en su manos la explotación de hasta once cines de la ciudad. Juan era apenas un adolescente cuando tuvo lugar la demolición, pero conserva algunos recuerdos de aquel lugar por el que trasteó de niño: «El olor del cáñamo de las cuerdas, el escenario, los camerinos…». No fueron muchos años, pero los suficientes como para que le marcaran en su trayectoria y condicionaran por completo su propia vida. Calzada trabajó siempre en el ámbito de la gestión cultural. Y sigue haciéndolo, por fortuna.
Lo mismo le sucedió a Gerardo Mazorra. «Entré de botones el 17 de marzo de 1945, con trece años recién cumplidos. No pudieron darme de alta hasta un año después, cuando cumplí los catorce». No había terminado la II Guerra Mundial y Santander seguía cubierta todavía por las cenizas del incendio, cuando Mazorra ya repartía programas de mano por los hoteles, llevaba los envíos a la oficina de correos, sellaba las entradas y notificaba a los periódicos los cambios de programación en la cartelera, para que estos pudieran modificar los correspondientes anuncios en la edición del día siguiente. «Empecé de botones y acabé de gerente de la empresa. He estado en la taquilla cuando ha hecho falta, he cortado las entradas, he hecho de todo…». Trabajó con la familia Calzada más de cincuenta años, primero en el Pereda y luego en el Coliseum. Y aun tuvo tiempo, en algunos ratos libres, para publicar en el periódico las crónicas futbolísticas de aquella Gimnástica de Madrazo, Soria, Duque, Videgain y Ceceaga, que llegó a ganarle al Racing en El Sardinero.
Un mal negocio
«Parece ser que las familias propietarias del edificio se lo ofrecieron al Ayuntamiento, pero nadie les contestó. Al poco tiempo llegó un constructor de Cueto y lo compró. Dicen que pagó a los dueños casi el doble de lo que habían pedido al Ayuntamiento. Igual lo habrían vendido por mucho menos con tal de dejarlo en pie», asegura Mazorra. Nadie lo sabe, pero lo cierto es que el teatro se derribó y que Santander dejó de contar con una instalación que hoy podría ocupar en la ciudad el mismo espacio –en lo arquitectónico y en lo cultural– que el Teatro Arriaga en Bilbao o que el Teatro Campoamor en Oviedo.
«Tenía un aforo de 1.714 espectadores. En la Sala Argenta del Palacio de Festivales caben 1.560», ofrece el dato Juan Calzada, para dar una magnitud de las posibilidades que hoy habría tenido del Teatro Pereda, de haber seguido erguido. «Es una pena, porque si hubiera aguantado un poco más, con la mentalidad de unos años más tarde, ya nunca se habría tirado».
Los últimos actos
«Aquel verano, el del 66, actuó la compañía de Tony Leblanc, hubo actuaciones del Festival Internacional –se utilizaba ocasionalmente cuando llovía sobre la Plaza Porticada– y lo último fue una charla del Padre Cué, el 31 de agosto», recuerda Mazorra. Con 86 años de edad, su memoria es prodigiosa.
También para las anécdotas. «Venía el censor. Había que citar a las chicas de la compañía para ver la altura de la falda. A veces las descosían para la prueba de la censura y luego las volvían a coser». Se ríe. «O las ‘señoritas de compañía’, que sólo podían sacar entrada en la delantera de entresuelo y en la función de la noche». Eran otros tiempos, muy rígidos en lo moral.
«He tratado con gente que me ha dejado poso», como Chicho Ibáñez Serrador, que «venía de gira todos los años con su madre –entonces los artistas viajaban con toda la familia– y con quien he jugado al fútbol en el escenario», o con Juanito Navarro. «Eso sí, él era muy madridista y yo era del Atlético Aviación». «Estabas todo el día en el teatro y se convivía».
La despedida
Un buen día el teatro cerró. «Todavía recuerdo lo mal que lo pasó mi padre», dice Juan. Hay cosas en la vida que no se olvidan. «A mi me dijo: Gerardo, aquí estamos de prestado y ahora nos vamos a nuestra casa», añade Mazorra. Pero sólo era un modo de animar a los demás para darse ánimos a sí mismo.
Tres semanas después comenzó la demolición. «El escenario costó mucho tirarlo, porque eran unos muros terribles», recuerda Gerardo. Pero, aun así, todo fue al suelo: las piedras, las representaciones, los ensayos, las salidas de los artistas por el Río de la Pila, sus cenas en la Bodega del Riojano, alguna copa en el Drink Club… Ni Gerardo ni Juan lo olvidan, porque, como dice Calzada: «Tenemos todavía el síndrome del Cinema Paradiso».